miércoles, 14 de octubre de 2015

Brahms, el niño perdido.

Si algo le faltó a Johannes Brahms (1833-1897), fue infancia. Es decir, como todo ser humano, creció y pasó por los tiernos años en que solemos recibir las atenciones que corresponden a un niño; sin embargo, desde la  temprana edad de ocho, debió aportar a las finanzas familiares, y nada menos que tocando en los cafés y tabernas del puerto de Hamburgo, entre marineros, jarras de cervezas y prostitutas. "En esta ruda prueba aprendí mucho, y creo haber fortalecido con ello mi temperamento", diría Brahms más tarde, al recordar esos duros tiempos. Así, el niño Brahms, en vez de corretear por las calles como el resto de los muchachos, prefería pasar en el campo, leer y dedicarse a la música, además de ayudar a su familia. Fue, en otras palabras, un "adulto prematuro".

Es quizá a causa de todo lo anterior que Brahms, detrás de su facha seria y meditabunda, fuese un hombre de gustos infantiles, como si hubiese un remanente de aquel tiempo perdido. Según cuentan sus cercanos, no eran de su agrado los regalos "prácticos", sino más bien los obsequios que tuviesen algo interesante o divertido en su forma de presentarse; a modo de ilustración, se cuenta que una vez mostró un inesperado entusiasmo por una caja de minerales que le obsequiaron. También, en otra oportunidad, se pasó largo rato conversando con un muchacho violinista acerca de una colección de estampillas que este tenía, con ávido e inusitado interés, tal como si un pequeñuelo se hubiese hallado ante un curioso descubrimiento.

Otro rasgo que llamaba la atención en Brahms eran sus "jugueteos ocasionales"; solía esconderse de sus amigos, para luego aparecer de improviso en algún lugar inesperado, asustándolos. También le gustaba, en medio de una conversación, opinar distinto a lo que realmente pensaba, desconcertando a sus interlocutores. Además, era costumbre suya escribir frases chistosas y dibujos en las cartas y tarjetas que enviaba. 

Sin embargo, el aspecto que más conmovía del compositor era su relación con los niños. Brahms amaba compartir y jugar con los hijos de sus amigos, tal como lo hizo con los de Robert Schumann, a los cuales incluso llegó a componerles bellísimas canciones. Una vez, el ama de llaves de su vejez, Frau Truxa, llegó a encargarle el cuidado de sus hijos, sorprendiéndose de lo delicado y cuidadoso que fue con ellos. Por si fuera poco, solía repartir dulces y monedas a los niños de las calles de Viena, especialmente en sus últimos días. La cantante Hermine Spies, en una carta a un conocido, cuenta lo siguiente:

Nunca me inspiraba mayor respeto y admiración que cuando distribuía pasteles de Navidad entre los niños pobres que contemplaban los escaparates de las pastelerías, acariciando sus caritas sucias. Es maravilloso que el mayor de los artistas sea, al mismo tiempo, tan humano.

Juegos, bromas, dulces... Todo indica a un niño que, en el fondo, no pudo crecer. Al lado de sus portentosas sinfonías y elegantes piezas de cámara, esto es un añadido que agrega una bella cuota de humanidad a uno de los mayores músicos alemanes del siglo XIX. En virtud de todo aquello, quizá pueda entenderse mejor el episodio en el cual, al quedarse junto a Schumann en Düsseldorf cuando contaba con veinte años, encareció a su madre que le enviase, además de ropas y cosas personales, algo que siempre fue de incalculable valor para él: su colección de soldaditos de plomo.


Para rememorar esos dulces sueños de la infancia, pinche acá.

http://www.bookdepository.com/CARTAS-1853-1897-JOHANNES-BRAHMS-Johannes-Brahms/9788493735777/?a_aid=robertolopez

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