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martes, 1 de marzo de 2016

Mozart, el favorito de los escritores.

Estatua de Mozart en Viena
La memoria de quien escribe estas páginas, ha tenido el ocio melancólico y algo obsesivo de ir coleccionando declaraciones de gustos musicales de más de algún escritor célebre. Sin apoyarnos en la estadística, a simple vista la balanza se inclina de forma unánime hacia uno de los más grandes genios de la música: Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Equilibrio, belleza, divinidad... Tantas maneras afines y distintas de dirigirse hacia esa eminencia única, que aún el más simple auditor reconoce en el genio de Salzburgo. ¿Cómo no ha de ser entonces que aquellas análogas sensibilidades no hayan sentido el prodigio de su música, como la voz de un hermano que habla en una lengua cercana a la vez que distinta?

En fin, dejemos que las voces de los inmortales hablen.


"Nuestros esfuerzos para mantenernos dentro de lo simple y limitado resultaron vanos con la aparición de Mozart. El rapto en el serrallo pudo con todo y no volvió a hablarse más en el teatro de nuestra pieza tan cuidadosamente trabajada."

(Johann W. Goethe, Viaje a Italia)


Sören Kierkegaard
"Con su Don Giovanni, Mozart ingresa en el reducido e inmortal círculo de aquellos cuyos nombres y obras el tiempo no olvidará, puesto que los recuerda la eternidad. (...) ¡Oh, Mozart inmortal, a ti te debo todo, a ti te debo el hecho de haber perdido la razón, te debo la ofuscación de mi alma, haberme estremecido en lo más íntimo de mi ser, a ti te debo el hecho de no haberme pasado la vida entera sin que nada pudiese conmoverme, a ti te doy las gracias por no tener que morir sin ser amado, aun cuando mi amor sea desgraciado! ¿Qué tiene, pues, de extraño que yo ponga más celo en su glorificación que en la de los momentos más felices de mi propia vida, más celo en inmortalizarlo del que pongo en mi propia existencia? Pues si lo hiciesen desaparecer, si borraran su nombre, se derrumbaría el único pilar que hasta hoy ha impedido que todo se me hunda en un caos ilimitado, en una nada insondable."

(Sören Kierkegaard, O lo uno o lo otro I)

Thomas de Quincey

"¿Había leído a Milton, había visto Roma, había escuchado a Mozart? No. El Paraíso perdido aún estaba sin leer, no había visto el Coliseo ni la Catedral de San Pedro y las melodías de Don Giovanni aún eran mudas para mí."

(Thomas de Quincey, Bosquejo de la infancia)


"Yo no he amado con pasión en mi vida más que a Cimarosa, a Mozart y a Shakespeare"

(Stendhal, Recuerdos de egotismo)

Gustave Flaubert
"Las tres cosas más bellas que ha hecho Dios son el mar, Hamlet y el Don Giovanni de Mozart."

(Gustave Flaubert en una carta a Louise Colet, 3 de octubre de 1846)


Friedrich Nietzsche

"Los viejos y buenos tiempos han pasado, con Mozart entonaron su última canción:- ¡Qué felices somos nosotros por el hecho de que su rococó nos continúe hablando, por el hecho de que a su "buena sociedad", a su delicado entusiasmo y a su gusto infantil por lo chinesco y florido, a su cortesía del corazón, a su anhelo de cosas graciosas, enamoradas, bailarinas, bienaventuradas hasta el llanto, a su fe en el sur les continúe siendo lícito apelar a un cierto residuo existente en nosotros!"

(Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y el mal)


Hermann Hesse

"Allí cerca, en medio de la noche cada vez más cerrada, se encontraba, majestuosa y muda, la estatua de Mozart. Mozart mira tranquilo y desde la altura, ya no le alcanza la miseria, ni las preocupaciones, ni el príncipe obispo de Salzburgo, que tan miserablemente le tratara en la vida. Está por encima de todo, sonríe magnífico y suprahumano, y su entrañable figura resulta para nosotros cada vez más sublime y seguirá sublimándose aún más con nuestros hijos, pues Mozart fue demasiado grande para que un solo siglo fuera capaz de entenderlo totalmente. Dirigí mi mirada arriba, al más afable de todos los maestros, y vi en él el símbolo de todo lo que Austria ha dado a la cultura germana, y si bien yo no conozco Berlín ni el norte de Alemania, pienso que tendrá que pasar mucho tiempo hasta que de esas latitudes nos lleguen regalos semejantes."

(Hermann Hesse, Pequeñas alegrías, "Berna y Viena", 1913)




miércoles, 24 de febrero de 2016

Escritores que coquetearon con la música.

Los tristes tiempos modernos han tenido la no menos triste labor de recordarnos que la vida avanza rápido, que debemos "ser alguien" o "algo" en este corto trayecto -feroz y falaz equívoco: ¿se puede no ser alguien?-; que, en definitivas cuentas, "aprovechemos el día", y no perdamos el fin de dedicar nuestras fuerzas a encontrar esa única veta que alcanzaremos a explotar, la cual ha de transformarse en una profesión, labor o vocación, dejando en lo posible todo otro interés al margen. Es así que las biografías se nos introducen normalmente con un simple rótulo, que resume a toda la persona: médico, poeta, pintor, matemático... Todo, bajo el monopolio de una sola palabra.

Pero suceden excepciones, y algunos individuos demuestran un carácter tenaz cuando existe el estímulo de satisfacer otra de esas vetas o posibilidades, aún en contra de la convencional versión moderna de "ser alguien". Es así común que la música, en tanto expresión de gusto universal, use sus seductores dotes para hacerse irresistible a algunas sensibles personalidades que, contando ya con serias profesiones, tuvieron alguno que otro desliz por sus ámbitos.

A continuación, veremos algunos casos específicos de escritores que se dejaron llevar hacia el terreno de los sonidos, complementando su vocación con algo tan afín a la palabra como es la música.

Stendhal.
Henry Beyle, más conocido por su pseudónimo Stendhal (1783-1842), famoso por su novela Rojo y negro, fue un melómano confeso, asiduo asistente de los teatros de ópera y biógrafo de algunos músicos, como Mozart, Haydn y Rossini -del cual fue amigo y admirador-. Cuenta en una de sus fragmentarias autobiografías, Recuerdos de egotismo, su curiosidad temprana por la música y su intento de progresar en esa vía: 

A los diez años, mi padre, que tenía todos los prejuicios de la religión y la aristocracia, me impidió estudiar música. A los dieciséis, aprendí sucesivamente a tocar el violín, a cantar y a tocar el clarinete. Sólo en este último instrumento llegué a producir sonidos que me gustaron. Mi maestro, un buen y arrogante alemán, llamado Hermann, me hacía tocar cantilenas tiernas. Es posible que Hermann conociera a Mozart; esto ocurría en 1797, y Mozart acababa de morir.
Aunque con el tiempo Stendhal se desanimó respecto a su propio talento, no cejó en ser un enamorado ferviente de la música, al punto de que quería que su epitafio dijese: "Amó a Cimarrona, a Shakespeare, a Mozart, a Correggio."

Otro caso fue el del escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894), autor del célebre relato El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Stevenson solía tocar piano y flageolet (instrumento similar a la chirrimía y que data de fines del siglo XVI); compuso además unas 123 piezas para diversas agrupaciones instrumentales, y una decena de canciones con letra y música. Su obra, escrita en una admirable y equilibrada prosa, de un estilo "irónico y clásico" según Borges, tiene un cierto guiño musical que es manifestado por el mismo Stevenson en un ensayo titulado A Gossip on Romance, en el cual nos dice lo siguiente:
Robert Louis Stevenson, tocando flageolet.
Cada cosa debe ir en su lugar correspondiente, seguida del elemento adecuado; y... en una narración, todos los detalles deben corresponderse mutuamente como las notas de una música. Los hilos de una historia se unen de cuando en cuando formando un cuadro en el tejido; los personajes, frente a los demás o frente a la naturaleza, adoptan actitudes que fijan la historia como una ilustración.
Otro caso fue el de aquel premio Nobel francés, admirador de Stendhal y de Stevenson, que, además de prolífico escritor, fue gran aficionado a la música: André Gide (1869-1951), considerado el "contemporáneo capital" y uno de los más importantes intelectuales franceses a principios del siglo XX, fue un verdadero amante del piano durante toda su vida.

Fue el año 1886 cuando el joven Gide comenzó a introducirse en el piano con el profesor Marc de Lanux. Luego de cuatro años con el maestro, Gide quería proseguir, pero de Lanux se negó; creía que no tenía nada más que enseñarle. Aún con esta competencia reconocida por su profesor, Gide solía no alardear de su talento, y eran pocas las ocasiones en las cuales tocaba frente a otros. Es probable que esto último se haya debido a su propia imagen de inferioridad que le acosara en esos instantes (como también le acosaba en lo literario). Esto puede verse reflejado en una entrada de su Diario, datada en día 26 de julio de 1914, cuando interpretó al piano en casa de unos conocidos:

André Gide.
Me he puesto al piano para cambiar el curso de las ideas; he tocado algunas piezas o fragmentos de piezas de Albéniz, con partitura; luego, de memoria, la primera parte de la Sonata en si menor de Chopin, la primera Balada, el Scherzo en si menor, el primer Preludio y el Preludio en mi bemol mayor. Todo horriblemente mal, con la única excepción del primer Preludio. 

Por  último, un caso interesante fue el de James Joyce (1882-1941). Antes de revolucionar la historia de la literatura con su Ulises (1922), Joyce pasó una buena temporada lejos de su Irlanda natal para establecerse en la ciudad de Trieste, entre los años 1904 y 1922. Fue aquí donde el escritor quedó encandilado con la cantidad de actividad musical de la ciudad, y, en específico, con las representaciones de ópera, donde se acercó a la música de Donizetti, Massenet, Verdi, Wagner (fue testigo de la dirección del preludio de Los maestros cantores por parte de Gustav Mahler, el 4 de abril de 1907), e incluso a Richard Strauss y su polémica Salomé, en el año 1909.

Todo esta atmósfera generó en Joyce el deseo de estudiar canto, para lo cual quiso acceder a las clases de Francesco Ricardo Sinico (1869-1949), el más distinguido profesor de voz de Trieste, hacia el año 1905. Joyce no pudo perseverar en las clases debido a causas económicas; sin embargo, en 1908 volvió al intento de estudiar, inscribiéndose en el Conservatorio Musicale di Trieste bajo la tutela del profesor Romeo Bartoli. Según cuenta John McCourt en Los años de esplendor: James Joyce en Trieste, 1904-1920:
Al oír los ejercicios de canto de Joyce en una de las primeras lecciones, Bartoli notó, con placer, que su nuevo discípulo irlandés podía llegar con facilidad al Sí natural, tono continental. Así alentado, Joyce decidió aumentar de peso y pagó un depósito de 15 coronas por un piano para poder practicar en casa.
James Joyce.

Aún con dificultades económicas, y no exento de burlas de parte de su hermano Stanislaus ("naciente tenorino", le llamó maliciosamente), Joyce siguió con las clases hasta 1909. Con todo, la música siempre desempeñó un importante rol en la vida de Joyce, el cual cantaba "desde cantos gregorianos litúrgicos hasta arias para tenor de Verdi y Puccini", influencia que no deja de hacerse notar en su obra escrita. Es cosa de saber que uno de sus primeros libros de poesía se titula Música de cámara; o que una de las secciones del Ulises intenta incluso emular una fuga musical.

A propósito de James Joyce, el poema Golden Hair escrito por él y musicalizado por Syd Barrett, por acá.

http://www.bookdepository.com/Los-anos-de-esplendor--James-Joyce-en-Trieste-1904-1920-John-McCourt-Juan-Jose-Utrill/9788475065410?ref=grid-view/a-aid?robertolopez