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miércoles, 30 de marzo de 2016

Libros que saben a música (III): "Los falsificadores de moneda", de André Gide.

Hace algún tiempo atrás, un renombrado crítico de cine y literatura chileno declaró en cierta radio capitalina que André Gide (1869-1951) "no fue un gran novelista" o "un buen novelista". Quien escribe estas líneas debe respetuosamente disentir de tal apreciación. La obra de Gide, aún con todo el vapuleo de los surrealistas y algunos fanáticos católicos, es de una calidad y profundidad que merecen nuestra atención aún en nuestros tiempos. Cierto es que al lado de Kafka, Joyce o Proust, pareciera que nuestro escritor palidece, quedando entumido en la discreta categoría de escritor menor; pero esta impresión es sólo en parte cierta, y las reediciones de sus escritos como las publicaciones que han suscitado, están despejando el territorio de los prejuicios y sesgos de parte de algunos lectores y académicos. Si no, es cosa de sentarse una tarde a revisar las líneas de El Inmoralista (una de las grandes experiencias literarias de quien escribe); o tardarse en los deliciosos y conmovedores fragmentos de su Diario -quizá su gran obra-; o darse el trabajo de contemplar el indiscutible valor artístico de una de las novelas más importantes e influyentes del siglo XX: Los falsificadores de moneda (1925).

André Gide.
Tal como declaraba Borges, esta "curiosa y admirable narración" es tanto lo anterior como una reflexión acerca del género de la novela. Gide quiso hacer un experimento, una construcción que dejase ver algo de su estructura, esquivando a  toda costa transformarla en un laberinto para el lector tradicional; como quien leyese Madame Bobary o Guerra y paz, pero entre las vigas y los muros de sus respectivos edificios sin terminar. Para lograr este efecto, Gide despliega al menos veinticinco personajes, cada uno con su parte dentro del todo, los cuales aparecen y desaparecen, se desarrollan o se truncan, pero ninguno de los cuales es un centro absoluto de la narración. Mucho acontece fuera de la vista del lector, e incluso el supuesto "narrador" que se deja ver en el capítulo VII de la segunda parte no sabe hacia donde van a terminar sus personajes -entendiéndose que, en realidad, es sólo un recurso de Gide para restar la impresión de omnisciencia-. En el fondo, todo parece fluir hacia un espacio de amplia libertad, siendo a su vez la "Libertad" el gran tema moral que se expone a lo largo de toda la obra. Pero llevar a cabo este proceso sin que se caiga en un desmedido caos requiere cierta consciencia formal, cierta estructura que sujete las ideas y los procedimientos; y es así que, con o sin sospecharlo, Gide transformó Los falsificadores de moneda en una novela misteriosamente "musical".

En la entrada del 26 de octubre de 1924, André Gide anota lo siguiente en su Diario:

Ocurre con mis falsificadores de moneda como con el estudio del piano: no es obstinándose en luchar contra una dificultad, tropezando con ella, como se la vence; sino a veces, trabajando en la de al lado. Ciertos seres y ciertas cosas necesitan ser abordadas indirectamente.

Es curiosa la analogía que establece el escritor, pero del todo lógica si se entiende de una parte que Gide estaba llevando a cabo una obra innovadora y problemática, la cual suponía dificultades en su proceso creativo, tal como las que cualquier músico u otro artista suele hallar en sus respectivos procesos -tampoco olvidemos que, como hemos visto en otra entrada, Gide entendía mucho de música gracias a su afición al piano-. Pero entre Los falsificadores de moneda y la música no pareciera que esta analogía se reduce a una alusión fugitiva, sino que en la misma obra hay pistas de algo que va más allá. Quien nos da una idea acabada de este asunto es el profesor Robert Wexelblatt del Boston University's College of General Studies, en su ensayo Four reflections on "The Counterfeiters" (The Montréal Review, Febraury 2011).

Wexelblatt, en la cuarta sección de su ensayo, se dedica específicamente a examinar la problemática de la música en Los falsificadores. Dos son los lugares a los cuales apunta, donde la presencia de la música es significativa: la conversación entre Edouard -personaje que es un novelista, y en parte trasunto del mismo Gide-, y su viejo profesor de piano llamado La Pérouse (en su Diario, Gide llama de esta misma manera a Marc de Lanux, su profesor real de piano); el otro punto es el diálogo de Edouard con varios personajes en el momento que se encuentra en Suiza de vacaciones, donde relata su intención de escribir una novela y cómo ha de llevar a cabo su procedimiento. (Esto último, dicho sea de paso, es todo un juego de espejos: Gide, además del borrador de su novela, tenía un Diario de Los falsificadores de moneda, lo cual se replica en que Edouard también tiene un diario acerca de la escritura de su libro, el que, como no, se titula Los falsificadores de moneda.)

En aquella instancia, Edouard declara lo siguiente:

Lo que querría hacer, entiéndanme bien, es algo que fuera como El arte de la fuga. Y no veo por qué lo que fue posible en música iba a ser imposible en literatura...

Lo que trata de decir Edouard es su idea de proceder hacia una abstracción de la novela, un ejercicio intelectual como lo es también El arte de la fuga (1748-50), de Johann Sebastian Bach (1680-1750), obra que consiste en agotar los mecanismos a ejecutar tanto en el canon como en la fuga. Debido a la importancia para nuestros fines en relación a Los falsificadores, bueno será hacer una somera explicación de lo que es una fuga.

Johann Sebastian Bach.
Una fuga es, más que una forma, un procedimiento musical; este consiste en la entrada de un tema, que es una idea musical, o melodía si se quiere, que va a tener un rol preponderante en toda la pieza, repitiéndose de forma literal o modificada. Este tema aparecerá al comenzar la obra en una de las partes o voces, mostrándose con el fin de que el auditor lo conozca y lo identifique; a esto se le conoce como exposición, y la voz que da a conocer el tema recibe el nombre de sujeto. Luego, otra voz va a imitar este sujeto con modificación de su tono original -en términos musicales, en el tono de la dominante-; a esta sección se le conoce como respuesta. Posteriormente, y una vez que todas las voces entren imitando al sujeto -pueden ser dos, tres, cuatro o más voces-, se dará lugar a un desarrollo, donde la música buscará combinaciones, citas del tema, variaciones, etc.; a esto se le da el nombre de episodios. Finalmente, se produce una especie de climax, y el tema vuelve a presentarse para concluir la pieza. En resumen, tenemos tres partes que podemos a grandes rasgos diferenciar: exposición, desarrollo y conclusión

El alusivo comentario de Edouard es el que le da pie al profesor Wexelbatt para preguntarse si acaso Los falsificadores trata de emular una fuga, y, de ser así, de qué manera. Veamos si la suerte le acompaña...

Hay que partir del hecho de que el libro está divido en tres partes, lo cual coincide con el panorama general de una fuga. Pero, ¿existe algo así como una exposición? Efectivamente, el libro comienza con una "fuga" en sentido literal: Bernard Profitendieu, uno de los personajes principales, escapa de casa de sus padres, evento que es un motivo -o sujeto- de los más relevantes del libro. Posteriormente, tenemos una respuesta cuando este llega a la casa de su amigo, Olivier, joven de su misma edad, los cuales debaten y conversan acerca del futuro de ambos. Esta vendría siendo la exposición de los dos temas principales. Además, como en toda fuga, alrededor del tema se dan contrasujetos que acompañan al tema y sus respuestas, lo que efectivamente sucede con la progresiva inclusión del resto de los personajes de la novela a partir de este punto. Todo esto corresponde a la primera parte del libro. 

Gide sentado al piano.
La segunda parte, corresponde al desarrollo o episodios, en donde Bernard y Olivier se alejan de Paris, partiendo cada uno de vacaciones de verano a lugares distintos -Suiza y Corcica, respectivamente-. Paralelamente, cada uno de los personajes han seguido desarrollándose, entrecruzando sus líneas unos con otros, solapándose y truncándose; es decir, en un actuar que es una perfecta analogía con la interacción de las voces en una fuga.

La tercera parte se vuelve a situar en Paris, y tanto Bernard como Olivier coinciden, después de varios días de no verse, en la rendición de un importante examen, tal como el regreso de los temas al final de una fuga. También es común en los finales musicales una suerte de climax, con entradas de temas muy cerca de otras (conocido como stretto), dando una sensación de intensidad; en Los falsificadores esto vendría siendo el suicidio de Boris -acontecimiento que fue un hecho verídico que registró Gide-. La conclusión en música es un regreso al tono desde donde se partió, y, efectivamente, ocurre similar cosa en la narración: Bernard regresa a casa de sus padres, y los asuntos toman un cariz estable y de restitución en la vida de varios personajes. Es así como concluye Los falsificadores.

André Gide.
¿Qué pueden significar finalmente estos hallazgos de Robert Wexelblatt? Si así fuese que Gide haya intentado buscar innovar y establecer nuevos territorios para su narrativa, es un hecho que trabajó con un material al cual se sentía unido, en el que podía ser libre o, en términos similares, ser él mismo. Quizá por eso Gide, quien en un momento de su vida tocaba a Bach de memoria, cuando ya no pudo hacerlo le invadió una especie de rabia y desesperación (véase entrada del 8 de febrero de 1934 de su Diario). Porque en la época que le tocó, en medio de inestabilidades y atroces sucesos, el alcanzar un medio o un piso firme desde donde construir algo "bueno, bello y verdadero" era hallar el verdadero goce de existir. Y así, con tremenda tenacidad y esfuerzo, llegó a conquistar lo que Hermann Hesse apuntó acerca de él en su Despedida a Gide: "una suerte de libertad, libertad frente a dogmas y frente a comunidades, pero siempre al servicio de la verdad, en constante aspiración al conocimiento."

Como brillante ejemplo de lo que es una fuga, siga por acá.




martes, 1 de marzo de 2016

Mozart, el favorito de los escritores.

Estatua de Mozart en Viena
La memoria de quien escribe estas páginas, ha tenido el ocio melancólico y algo obsesivo de ir coleccionando declaraciones de gustos musicales de más de algún escritor célebre. Sin apoyarnos en la estadística, a simple vista la balanza se inclina de forma unánime hacia uno de los más grandes genios de la música: Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Equilibrio, belleza, divinidad... Tantas maneras afines y distintas de dirigirse hacia esa eminencia única, que aún el más simple auditor reconoce en el genio de Salzburgo. ¿Cómo no ha de ser entonces que aquellas análogas sensibilidades no hayan sentido el prodigio de su música, como la voz de un hermano que habla en una lengua cercana a la vez que distinta?

En fin, dejemos que las voces de los inmortales hablen.


"Nuestros esfuerzos para mantenernos dentro de lo simple y limitado resultaron vanos con la aparición de Mozart. El rapto en el serrallo pudo con todo y no volvió a hablarse más en el teatro de nuestra pieza tan cuidadosamente trabajada."

(Johann W. Goethe, Viaje a Italia)


Sören Kierkegaard
"Con su Don Giovanni, Mozart ingresa en el reducido e inmortal círculo de aquellos cuyos nombres y obras el tiempo no olvidará, puesto que los recuerda la eternidad. (...) ¡Oh, Mozart inmortal, a ti te debo todo, a ti te debo el hecho de haber perdido la razón, te debo la ofuscación de mi alma, haberme estremecido en lo más íntimo de mi ser, a ti te debo el hecho de no haberme pasado la vida entera sin que nada pudiese conmoverme, a ti te doy las gracias por no tener que morir sin ser amado, aun cuando mi amor sea desgraciado! ¿Qué tiene, pues, de extraño que yo ponga más celo en su glorificación que en la de los momentos más felices de mi propia vida, más celo en inmortalizarlo del que pongo en mi propia existencia? Pues si lo hiciesen desaparecer, si borraran su nombre, se derrumbaría el único pilar que hasta hoy ha impedido que todo se me hunda en un caos ilimitado, en una nada insondable."

(Sören Kierkegaard, O lo uno o lo otro I)

Thomas de Quincey

"¿Había leído a Milton, había visto Roma, había escuchado a Mozart? No. El Paraíso perdido aún estaba sin leer, no había visto el Coliseo ni la Catedral de San Pedro y las melodías de Don Giovanni aún eran mudas para mí."

(Thomas de Quincey, Bosquejo de la infancia)


"Yo no he amado con pasión en mi vida más que a Cimarosa, a Mozart y a Shakespeare"

(Stendhal, Recuerdos de egotismo)

Gustave Flaubert
"Las tres cosas más bellas que ha hecho Dios son el mar, Hamlet y el Don Giovanni de Mozart."

(Gustave Flaubert en una carta a Louise Colet, 3 de octubre de 1846)


Friedrich Nietzsche

"Los viejos y buenos tiempos han pasado, con Mozart entonaron su última canción:- ¡Qué felices somos nosotros por el hecho de que su rococó nos continúe hablando, por el hecho de que a su "buena sociedad", a su delicado entusiasmo y a su gusto infantil por lo chinesco y florido, a su cortesía del corazón, a su anhelo de cosas graciosas, enamoradas, bailarinas, bienaventuradas hasta el llanto, a su fe en el sur les continúe siendo lícito apelar a un cierto residuo existente en nosotros!"

(Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y el mal)


Hermann Hesse

"Allí cerca, en medio de la noche cada vez más cerrada, se encontraba, majestuosa y muda, la estatua de Mozart. Mozart mira tranquilo y desde la altura, ya no le alcanza la miseria, ni las preocupaciones, ni el príncipe obispo de Salzburgo, que tan miserablemente le tratara en la vida. Está por encima de todo, sonríe magnífico y suprahumano, y su entrañable figura resulta para nosotros cada vez más sublime y seguirá sublimándose aún más con nuestros hijos, pues Mozart fue demasiado grande para que un solo siglo fuera capaz de entenderlo totalmente. Dirigí mi mirada arriba, al más afable de todos los maestros, y vi en él el símbolo de todo lo que Austria ha dado a la cultura germana, y si bien yo no conozco Berlín ni el norte de Alemania, pienso que tendrá que pasar mucho tiempo hasta que de esas latitudes nos lleguen regalos semejantes."

(Hermann Hesse, Pequeñas alegrías, "Berna y Viena", 1913)