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martes, 20 de octubre de 2015

Maestros y antimusicales.

A la especie humana le fascina la música; esto es un hecho innegable que nos ha acompañado como especie desde la noche de los tiempos hasta nuestros días, y ni aún el cruel vértigo de la modernidad nos ha podido distanciar del disfrute sonoro. Sin embargo, han existido un muy reducido número de personas para las cuales escuchar cualquier música, lejos de constituir un placer o un simple estímulo, resulta algo que provoca desde indiferencia hasta el más profundo desagrado. Las causas pueden ser formativas, genéticas e incluso patológicas, pero lo cierto es que ha sido un fenómeno inusual a la vez que sorprendente, en especial para la gran mayoría de los seres que disfrutan diariamente de la música.

Uno de aquellos ilustres casos ha sido ni más ni menos que el de Sigmund Freud (1856-1939). El padre del psicoanálisis afirmaba literalmente que "no tenía oídos para la música". Aún en sus primeros años manifestó una notable aversión hacia las sonoridad instrumentales, e inclusive llegó a negarle a sus hermanas que tocasen el piano, con el fin de permitirle "concentrarse en sus estudios" -con la implicancia que eso tenía para el ocio de una señorita educada de la época-. Su biógrafo, Ernest Jones, testimonió que
La aversión de Freud a la música fue una de sus características mejor conocidas. Bien puede uno recordar la dolorosa expresión en su rostro al entrar a un restaurante o a una cervecería donde se hallase una banda y cuán rápido sus manos podían ir hacia sus oídos para ahogar el sonido.
Aún así, tuvo como pacientes a músicos de la talla de Bruno Walter y Gustav Mahler; y, aunque evidentemente no asistía a la ópera como cualquier otro vienés culto de su tiempo, llegó a sentir gran interés por Don Giovanni de Mozart -se entiende que por el libidinoso contenido del argumento...-.

Hemos visto en otra entrada el caso de Sándor Márai (1900-1989), el cual sentía una ambivalencia frente a lo musical que no le permitió desarrollar un gusto adecuado, a causa de una educación rígida y tiránica a través del piano. Esto derivó en que solía manifestar una actitud resistente e irónica, como cierta anécdota que se recoge en sus Recuerdos de un burgués:
Una vez, en París, entré por pura casualidad en una sala de conciertos donde actuaba una orquesta de música clásica, y cuando empezó a tocar, me dio un ataque de risa que no pude dominar, así que al final tuvieron que conducirme fuera de la sala...
En una similar disposición de ánimo fue que le pareció "odiosa" la admiración de unos alemanes que lloraban en un bar mientras escuchaban a Bach, escena que le tocó presenciar en Dornstadt en los años veinte -y siendo precisamente un tío suyo el pianista-.

También Vladimir Nabokov (1899-1977), autor de la polémica novela Lolita, manifestaba una irresistible indiferencia hacia la música. En una entrevista para la revista Playboy en 1964, declaró lo siguiente:

No tengo oído para la música, deficiencia que deploro amargamente. Cuando asisto a un concierto -lo cual sucede una vez cada cinco años- me empeño resueltamente en seguir la secuencia y la relación entre los sonidos, pero no puedo mantenerlo por más de unos pocos minutos. Impresiones visuales, reflejos de manos en maderas barnizadas, un diligente lugar pelado sobre un violín, estas cosas toman dominio, y pronto estoy aburrido más allá de la cuenta por los movimientos de los músicos.
Sin embargo, Nabokov se entristecía por adolecer  esa falta de interés y voluntad, ya que, paradójicamente, su hijo Dimitri poseía un excepcional talento vocal -llegó a ser cantante de ópera-. Al menos cuenta que, según sus palabras, pudo hallar un raro substituto a la música: la composición de problemas de ajedrez.

Aunque lo más curioso del caso de Nabokov, como en el de otros escritores, era que lo que no tenía de oído musical, sí lo poseía en su escritura, como al comienzo de Lolita:
Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down to palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.
(Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de mi lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.)
Habiendo escrito semejante párrafo, ¿cómo puede alguien decir de sí mismo "no tener oído para la música"?

El resto de los mortales, disfrutemos por acá (y lloremos, si es necesario).

http://www.bookdepository.com/Lolita-Vladimir-Nabokov/9780307474674/?a_aid=robertolopez





sábado, 3 de octubre de 2015

Oír con dolor, o la triste historia de Sándor Márai.

Entre los escritores de memorias y autobiografías, Sándor Márai (1900-1989) se ha ganado un lugar preeminente gracias a sus Confesiones de un burgués. Escritas cuando contaba con tan sólo 34 años, Márai pasa revista a toda una época que transcurre desde su niñez a su juventud, un período de formación a través de su Hungría natal y su familia, de viajes y experiencias, de movimientos sociales y cruentas guerras, con una prosa tan amigable y amena que llegamos a dudar que no esté sentado frente al fogón, bebiendo de una taza mientras despoja su memoria de los más tiernos tesoros.

Sándor Márai
Una de las escenas conmovedoras que narra nos señala un pasaje de su niñez, uno que menciona no sin un dejo de dolor, que fue el período en el cual recibió sus primeras lecciones de piano:

De niño, yo escuchaba y estudiaba más música que un músico profesional. Quizá por eso tengo callos en los oídos. Me harté de la música demasiado pronto, intentaba escapar del imperio de los sonidos y, aunque a veces sintiera nostalgia por lo perdido, acabé por encerrarme a cualquier música con enfado y nerviosismo.

¿Cuáles eran las profundas razones de este malestar? Márai nos responde unas líneas después:

Para mí, la música era un castigo... Aquellos ejercicios diarios, cuando mi madre se sentaba a mi lado al piano y me pegaba en los dedos con una varita si me equivocaba... Hasta hoy, al escuchar música -porque siento nostalgia, como el exiliado hacia la patria medio perdida- tengo que convencerme de que no duele, de que al fin y al cabo no duele tanto.

"La letra con sangre entra", versaba un viejo dicho; así parecía ser adecuado instruir a los niños. Pero esa letra, magullada y sucia, ¿cómo retornaba después?

Márai se suicidó un 22 de febrero en San Diego, California.

De Franz Liszt, también húngaro de nacimiento, dejamos una consolación por acá.

http://www.bookdepository.com/Confesiones-de-Un-Buruges-Sandor-Marai/9788478888658/?a_aid=robertolopez