miércoles, 30 de marzo de 2016

Libros que saben a música (III): "Los falsificadores de moneda", de André Gide.

Hace algún tiempo atrás, un renombrado crítico de cine y literatura chileno declaró en cierta radio capitalina que André Gide (1869-1951) "no fue un gran novelista" o "un buen novelista". Quien escribe estas líneas debe respetuosamente disentir de tal apreciación. La obra de Gide, aún con todo el vapuleo de los surrealistas y algunos fanáticos católicos, es de una calidad y profundidad que merecen nuestra atención aún en nuestros tiempos. Cierto es que al lado de Kafka, Joyce o Proust, pareciera que nuestro escritor palidece, quedando entumido en la discreta categoría de escritor menor; pero esta impresión es sólo en parte cierta, y las reediciones de sus escritos como las publicaciones que han suscitado, están despejando el territorio de los prejuicios y sesgos de parte de algunos lectores y académicos. Si no, es cosa de sentarse una tarde a revisar las líneas de El Inmoralista (una de las grandes experiencias literarias de quien escribe); o tardarse en los deliciosos y conmovedores fragmentos de su Diario -quizá su gran obra-; o darse el trabajo de contemplar el indiscutible valor artístico de una de las novelas más importantes e influyentes del siglo XX: Los falsificadores de moneda (1925).

André Gide.
Tal como declaraba Borges, esta "curiosa y admirable narración" es tanto lo anterior como una reflexión acerca del género de la novela. Gide quiso hacer un experimento, una construcción que dejase ver algo de su estructura, esquivando a  toda costa transformarla en un laberinto para el lector tradicional; como quien leyese Madame Bobary o Guerra y paz, pero entre las vigas y los muros de sus respectivos edificios sin terminar. Para lograr este efecto, Gide despliega al menos veinticinco personajes, cada uno con su parte dentro del todo, los cuales aparecen y desaparecen, se desarrollan o se truncan, pero ninguno de los cuales es un centro absoluto de la narración. Mucho acontece fuera de la vista del lector, e incluso el supuesto "narrador" que se deja ver en el capítulo VII de la segunda parte no sabe hacia donde van a terminar sus personajes -entendiéndose que, en realidad, es sólo un recurso de Gide para restar la impresión de omnisciencia-. En el fondo, todo parece fluir hacia un espacio de amplia libertad, siendo a su vez la "Libertad" el gran tema moral que se expone a lo largo de toda la obra. Pero llevar a cabo este proceso sin que se caiga en un desmedido caos requiere cierta consciencia formal, cierta estructura que sujete las ideas y los procedimientos; y es así que, con o sin sospecharlo, Gide transformó Los falsificadores de moneda en una novela misteriosamente "musical".

En la entrada del 26 de octubre de 1924, André Gide anota lo siguiente en su Diario:

Ocurre con mis falsificadores de moneda como con el estudio del piano: no es obstinándose en luchar contra una dificultad, tropezando con ella, como se la vence; sino a veces, trabajando en la de al lado. Ciertos seres y ciertas cosas necesitan ser abordadas indirectamente.

Es curiosa la analogía que establece el escritor, pero del todo lógica si se entiende de una parte que Gide estaba llevando a cabo una obra innovadora y problemática, la cual suponía dificultades en su proceso creativo, tal como las que cualquier músico u otro artista suele hallar en sus respectivos procesos -tampoco olvidemos que, como hemos visto en otra entrada, Gide entendía mucho de música gracias a su afición al piano-. Pero entre Los falsificadores de moneda y la música no pareciera que esta analogía se reduce a una alusión fugitiva, sino que en la misma obra hay pistas de algo que va más allá. Quien nos da una idea acabada de este asunto es el profesor Robert Wexelblatt del Boston University's College of General Studies, en su ensayo Four reflections on "The Counterfeiters" (The Montréal Review, Febraury 2011).

Wexelblatt, en la cuarta sección de su ensayo, se dedica específicamente a examinar la problemática de la música en Los falsificadores. Dos son los lugares a los cuales apunta, donde la presencia de la música es significativa: la conversación entre Edouard -personaje que es un novelista, y en parte trasunto del mismo Gide-, y su viejo profesor de piano llamado La Pérouse (en su Diario, Gide llama de esta misma manera a Marc de Lanux, su profesor real de piano); el otro punto es el diálogo de Edouard con varios personajes en el momento que se encuentra en Suiza de vacaciones, donde relata su intención de escribir una novela y cómo ha de llevar a cabo su procedimiento. (Esto último, dicho sea de paso, es todo un juego de espejos: Gide, además del borrador de su novela, tenía un Diario de Los falsificadores de moneda, lo cual se replica en que Edouard también tiene un diario acerca de la escritura de su libro, el que, como no, se titula Los falsificadores de moneda.)

En aquella instancia, Edouard declara lo siguiente:

Lo que querría hacer, entiéndanme bien, es algo que fuera como El arte de la fuga. Y no veo por qué lo que fue posible en música iba a ser imposible en literatura...

Lo que trata de decir Edouard es su idea de proceder hacia una abstracción de la novela, un ejercicio intelectual como lo es también El arte de la fuga (1748-50), de Johann Sebastian Bach (1680-1750), obra que consiste en agotar los mecanismos a ejecutar tanto en el canon como en la fuga. Debido a la importancia para nuestros fines en relación a Los falsificadores, bueno será hacer una somera explicación de lo que es una fuga.

Johann Sebastian Bach.
Una fuga es, más que una forma, un procedimiento musical; este consiste en la entrada de un tema, que es una idea musical, o melodía si se quiere, que va a tener un rol preponderante en toda la pieza, repitiéndose de forma literal o modificada. Este tema aparecerá al comenzar la obra en una de las partes o voces, mostrándose con el fin de que el auditor lo conozca y lo identifique; a esto se le conoce como exposición, y la voz que da a conocer el tema recibe el nombre de sujeto. Luego, otra voz va a imitar este sujeto con modificación de su tono original -en términos musicales, en el tono de la dominante-; a esta sección se le conoce como respuesta. Posteriormente, y una vez que todas las voces entren imitando al sujeto -pueden ser dos, tres, cuatro o más voces-, se dará lugar a un desarrollo, donde la música buscará combinaciones, citas del tema, variaciones, etc.; a esto se le da el nombre de episodios. Finalmente, se produce una especie de climax, y el tema vuelve a presentarse para concluir la pieza. En resumen, tenemos tres partes que podemos a grandes rasgos diferenciar: exposición, desarrollo y conclusión

El alusivo comentario de Edouard es el que le da pie al profesor Wexelbatt para preguntarse si acaso Los falsificadores trata de emular una fuga, y, de ser así, de qué manera. Veamos si la suerte le acompaña...

Hay que partir del hecho de que el libro está divido en tres partes, lo cual coincide con el panorama general de una fuga. Pero, ¿existe algo así como una exposición? Efectivamente, el libro comienza con una "fuga" en sentido literal: Bernard Profitendieu, uno de los personajes principales, escapa de casa de sus padres, evento que es un motivo -o sujeto- de los más relevantes del libro. Posteriormente, tenemos una respuesta cuando este llega a la casa de su amigo, Olivier, joven de su misma edad, los cuales debaten y conversan acerca del futuro de ambos. Esta vendría siendo la exposición de los dos temas principales. Además, como en toda fuga, alrededor del tema se dan contrasujetos que acompañan al tema y sus respuestas, lo que efectivamente sucede con la progresiva inclusión del resto de los personajes de la novela a partir de este punto. Todo esto corresponde a la primera parte del libro. 

Gide sentado al piano.
La segunda parte, corresponde al desarrollo o episodios, en donde Bernard y Olivier se alejan de Paris, partiendo cada uno de vacaciones de verano a lugares distintos -Suiza y Corcica, respectivamente-. Paralelamente, cada uno de los personajes han seguido desarrollándose, entrecruzando sus líneas unos con otros, solapándose y truncándose; es decir, en un actuar que es una perfecta analogía con la interacción de las voces en una fuga.

La tercera parte se vuelve a situar en Paris, y tanto Bernard como Olivier coinciden, después de varios días de no verse, en la rendición de un importante examen, tal como el regreso de los temas al final de una fuga. También es común en los finales musicales una suerte de climax, con entradas de temas muy cerca de otras (conocido como stretto), dando una sensación de intensidad; en Los falsificadores esto vendría siendo el suicidio de Boris -acontecimiento que fue un hecho verídico que registró Gide-. La conclusión en música es un regreso al tono desde donde se partió, y, efectivamente, ocurre similar cosa en la narración: Bernard regresa a casa de sus padres, y los asuntos toman un cariz estable y de restitución en la vida de varios personajes. Es así como concluye Los falsificadores.

André Gide.
¿Qué pueden significar finalmente estos hallazgos de Robert Wexelblatt? Si así fuese que Gide haya intentado buscar innovar y establecer nuevos territorios para su narrativa, es un hecho que trabajó con un material al cual se sentía unido, en el que podía ser libre o, en términos similares, ser él mismo. Quizá por eso Gide, quien en un momento de su vida tocaba a Bach de memoria, cuando ya no pudo hacerlo le invadió una especie de rabia y desesperación (véase entrada del 8 de febrero de 1934 de su Diario). Porque en la época que le tocó, en medio de inestabilidades y atroces sucesos, el alcanzar un medio o un piso firme desde donde construir algo "bueno, bello y verdadero" era hallar el verdadero goce de existir. Y así, con tremenda tenacidad y esfuerzo, llegó a conquistar lo que Hermann Hesse apuntó acerca de él en su Despedida a Gide: "una suerte de libertad, libertad frente a dogmas y frente a comunidades, pero siempre al servicio de la verdad, en constante aspiración al conocimiento."

Como brillante ejemplo de lo que es una fuga, siga por acá.




jueves, 24 de marzo de 2016

Libros que saben a música (II): "La Tierra Baldía", de T. S. Eliot.

Portada de The Waste Land.
Es difícil hallar una figura dentro de la poesía del siglo XX que sea tan influyente y a la vez reflejo de su época como Thomas Stearnes Eliot (1888-1965). Tanto su obra lírica como sus ensayos se han vuelto canónicos entre los estudiosos y académicos, y sus ecos abarcan desde el Neocriticismo Literario hasta la Música Alternativa. Entre todos sus escritos, sin duda es el poema La Tierra Baldía (The Waste Land) el que ha quedado sellado en la memoria de la cultura como uno de los mayores hitos del Modernismo Anglosajón y, fuera de toda exageración, de la poesía de todos los tiempos.

Publicada en 1922, La Tierra Baldía es un texto complejo en estructura y contenido. Tomando en cuenta ciertos ritos de fertilidad, bajo el cariz de la leyenda del Rey Pescador y la búsqueda del Santo Grial, el poema es un viaje por la desolación, el caos y la tristeza. A través de sus cinco secciones, Eliot despliega un osado tipo de verso libre, donde las mezclas métricas, de rimas e incluso de idiomas -francés, alemán, italiano y hasta sánscrito-, otorgan una amalgama de fluidez, fragmentación y música; además, toma todo un caudal de la Cultura Occidental como referencia, saqueando a La Biblia, Ovidio, Dante, Shakespeare, Baudelaire, y hasta Wagner - respecto a este último, hay una parte de la tercera sección llamada Las canción de las hijas del Támesis, claro parafraseo de las hijas del Rhin de El Anillo del Nibelungo, aparte de otras citas de óperas del compositor-.

Pero, además de Richard Wagner, es bastante probable que en la base del poema exista otra influencia musical indirecta, con la que, en el último de los casos, presenta sorprendentes analogías; nos referimos a  La consagración de la primavera (1913), de Ígor Stravinsky (1882-1971).

T. S. Eliot.
Eliot y Stravinsky poseen varios puntos en común. Ambos coincidieron a principios de la década de 1910 en Paris como ilustres representantes de la vanguardias artística e intelectual; ambos también se volcaron desde la experimentación hasta las formas más clásicas y moderadas; y también, cosa no menor, terminó cada uno convirtiéndose al catolicismo -Anglicano en el caso de Eliot, Ortodoxo en el de Stravinsky-. Son razones como esas por las cuales Howard Gardner, destacado psicólogo e investigador, establece en su libro Mentes creativas (1993) importantes paralelismos en sus desarrollos creativos -junto con Einstein, Freud, Piccaso, entre otros-.



Ígor Stravinsky.
Uno de los primeros puntos de conexión que sale a la superficie entre La Tierra Baldía y La consagración, tiene que ver con el uso del Mito como centro unificador. En medio del desorden de perspectivas y crisis sociales y culturales, el Mito fue un punto de apoyo para muchos artistas; así, en el mismo año de 1922, James Joyce con el Ulises, y por la misma fecha Rilke con sus Sonetos a Orfeo, se hacen parte de esta tendencia, donde la tradición es un fondo desde donde el artista puede sostenerse a la vez que innovar.

Tanto Eliot como Stravinsky basan sus respectivas obras en ritos de fertilidad, haciendo énfasis en el rostro cruel de la primavera. En el caso de Stravinsky, nos muestra la visión de un ritual, en este caso situado entre las antiguas tribus Escitas, donde la muerte de una doncella a través de la danza y el frenesí otorga la faceta cruda y salvaje. A propósito de la génesis de la composición de La consagración, Stravinsky recordaba lo siguiente:

Mientras en San Petersburgo estaba terminando las últimas páginas de El pájaro de fuego, un día -de forma completamente inesperada, porque mi espíritu estaba entonces ocupado en cosas totalmente diferentes- entreví en mi imaginación el espectáculo de un gran rito sacro pagano: los ancianos sabios, sentados en círculo, observaban la danza hasta la muerte de una joven que ellos sacrificaban para que el dios de la primavera les fuera propicio. Éste fue el tema del Sacre du printemps (La consagración de la primavera)."

El mito del Rey Pescador, que Eliot tomó de las investigaciones de Jessie L. Weston y Sir James Frazer, cuyo reino está estéril y desolado a causa de la pérdida del Grial, es el centro desde donde emergen las ideas e imágenes de La Tierra Baldía. Eliot comienza su poema diciendo:

April is the cruellest month, breeding                      
Lilacs out of the dead land, mixing                          
Memory and desire, stirring                                     
Dull roots with spring rain.                                       

         (Abril es el mes más cruel, hace
         brotar lilas en la tierra, mezcla
         memoria y deseo, remueve
         lentas raíces con lluvia primaveral).


La doncella del Santo Grial, de Rossetti.
Ciertamente es una imagen lúgubre y contrastante con la tradición -"Cuando en abril las dulces lluvias caen", escribió Chaucer en el prólogo de Los cuentos de Canterbury-. Pero es a lo largo del poema donde esta visión, traspuesta en situaciones y personajes oscuros y hasta perversos, dan cuenta del horror de la generación de la vida, tomando en cuenta además que este pesimismo se haya en relación con los atroces acontecimientos que habían acontecido durante la Primera Guerra Mundial.

Pero ¿es posible que Eliot haya tomado alguna idea temática directamente de la música de Stravinsky? Quien nos brinda algunas pistas es Mildred Meyer Boaz en su artículo "Musical and poetic analogues in T. S. Eliot's 'The Waste Land' and Ígor Stravinsky's 'The rite of spring'"(1980). Meyer establece conexiones que parten de hechos sustanciales; uno de ellos fue cuando Eliot escuchó por primera vez La consagración en 1921, momento en que estaba trabajando en su poema, reseñándola en el "London Letter" de The Dial (Nº 71, pág. 214). Aquí va un extracto de lo que apuntó el poeta:

En todo en La consagración de la primavera, excepto en su música, uno perdía la sensación del presente. Que la música de Stravinsky sea permanente o efímera no lo sé; pero pareció transformar el ritmo de las estepas en el grito de un horno de motor, en traqueteo de maquinaria, en rechinar de ruedas, en golpe de hierro y acero, en rugido de tren subterráneo, y en los bárbaros alaridos de la vida moderna; y transformar esos ruidos desesperados en música.

Meyer sugiere una relación analógica basada en los diversos elementos que constituyen ambas obras, que van desde el uso de motivos fragmentarios, la amplitud y variedad de registros, los cambios métricos y otras configuraciones. Un ejemplo son los diferentes efectos que exige Stravinsky en las cuerdas -ponticello, pizzicato, armónicos, glissandi, etc.-, y los diferentes "tonos de color" que aparecen en pasajes del poema de Eliot, como en la superposición de distintas voces hablantes dentro de una misma sección.

Stravinsky y T. S. Eliot.
Forzados o no, parecen alcances interesantes que podrían llevar una perspectiva de La Tierra Baldía hacia un plano más amplio, sobre todo al de la cultura de su época, estableciendo a su vez nuevas ideas respecto a la influencia de la música sobre la poesía. Mentes y vidas parecidas, Eliot y Stravinsky coincidieron sin embargo no sólo dentro de un contexto general, sino que también llegaron a conocerse personalmente, reuniéndose un par de veces en los años 1956 y 1959. Se profesaron mutua admiración y respeto, y surgieron tentativas de hacer una ópera (idea en la cual Eliot, modestamente, declinó participar). Stravinsky más tarde tomó la iniciativa de poner música a un poema de una sección de Cuatro Cuartetos de Eliot (1943), un himno para coro a capella titulado "The Dove Descending Breaks the Air" (1962). "Stravinsky pudo tomar de mí de esa forma más que cualquier hombre viviente", comentó Eliot. Quien sabe si también Stravinsky hubiese podido agregar lo mismo del poeta


A la muerte de T. S. Eliot (1965), Stravinsky compuso un canto de requiem para coro en su homenaje, el cual se puede escuchar por acá.







viernes, 18 de marzo de 2016

Libros que saben a música (I): "Las Olas", de Virginia Woolf.

Primera edición de Las Olas.
Es difícil sobrevalorar la figura de Virginia Woolf (1882-1941) en el panorama de la literatura no sólo del siglo XX, sino de todos los tiempos. Es un hallazgo que resulta prodigioso a cualquier lector que se sumerja en la belleza de sus páginas, siendo hasta ahora pocas las mujeres escritoras que le resisten comparación -salvo quizás Emily Dickinson-. Puede que sus dos mayores logros sean las novelas Al faro (1927) Las olas (1931). Es esta última su obra más experimental, donde lleva a cabo un despliegue de recursos vanguardistas que, como veremos, parecieran guardar una sutil relación con la música.

Virginia Woolf.
A Virginia Woolf la música nunca le fue indiferente; es cosa de buscar entre sus cartas y en sus diarios íntimos para constatar el interés que le generaba. Además de un par de ensayos relativos al quehacer musical, algunas de sus obras literarias poseen vínculos claros con la música. Por ejemplo, en The Voyage Out (1915), la protagonista Rachel Vinrace es una pianista aficionada. También en algunos de sus relatos, como en A String Quartet o en A Simple Melody, lo musical asume un rol protagónico. Pero, a diferencia de las anteriormente mencionadas, en Las Olas este influjo musical subyace, al parecer, en la estructura misma de la novela.

Las Olas es una narración que discurre alrededor de la vida de seis personajes, los cuales se nos despliegan a través de monólogos interiores, cargados de profundas reflexiones y provistos de un rico lenguaje poético; bajo estos perfiles, el mar constituye una especie de trasfondo vital que se revela a distintas horas, desde el amanecer hasta la puesta de sol. Es, sin duda, una obra difícil de seguir, pero que contiene una exuberancia a nivel de lenguaje que puede equipararse con Hermann Broch, James Joyce o Marcel Proust.

Acá va el preambulo oceánico con el cual comienza la novela (la cursiva es de la propia Woolf, como en cada ocasión en que interviene el mar en la narración):

El sol aún no se había alzado. Sólo los leves pliegues, como los de un paño algo arrugado, permitían distinguir el mar del cielo. Poco a poco, a medida que el cielo clareaba, se iba formando una raya oscura en el horizonte, que dividía el cielo del mar, y en el paño gris aparecieron gruesas líneas que lo rayaban, avanzando una tras otra, bajo la superficie, cada cual siguiendo a la anterior, persiguiéndose una a otra, perpetuamente. (Traducción de Andrés Bosch).

Para ciertos agudos lectores, la estructura de la novela deja un regusto musical: las voces "contrapuntísticas" de los personajes, el crecendo final y los intermezzi oceánicos son pruebas bastante sospechosas de aquello -Ya Cyril Connolly, en "Cien libros clave del movimiento moderno" (1965), comparó este último recurso con la La Mer, de Claude Debussy-. El tema ha sido levemente sondeado, pero quien ha sugerido de mejor manera una relación entre Las Olas y la música, es Elicia Clements a través de un acabado estudio: "Transforming Musical Sounds into Words: Narrative Method and Virginia Woolf's The Waves" (2005).


En su ensayo, Clements nos sorprende al establecer interesantes analogías entre la novela de Woolf y el Cuarteto Op. 130 de Beethoven (1825), así como también con su Op. 133, conocido como Gran Fuga, que originalmente fue parte del mencionado cuarteto. Uno de sus puntos de partida es un dato que no deja de ser revelador: Beethoven fue el compositor predilecto de la escritora al momento de la composición de Las Olas. Así, uno de los testimonios sorprendentes de esto es una entrada de su diario (3:139) al momento de referirse a una temprana fase de la escritura de su novela:

Estoy haciendo una pequeña labor sobre eso dentro la tarde, mientras el gramófono está tocando las tardías sonatas de Beethoven. 

También, en otra entrada de su diario, observó que el monólogo final de Bernard, el personaje más relevante de la novela, lo hizo "mientras escuchaba un cuarteto de Beethoven" (3:339).

A esta personal afición hay que agregar dos informes previos a la composición de Las Olas. El primero nos llega de parte de parte de su esposo, Leonard Woolf, el cual era un gran aficionado a la audición de obras clásicas, especialmente de Mozart y Beethoven; no por nada se sabe que entre 1926 y 1929, Leonard escribió una serie de reseñas de grabaciones musicales para la Nation and Athenaeum. Lo segundo es que Virginia ya estaba bastante familiarizada con los cuartetos de Beethoven; en el año 1921, ella asistió fielmente a un festival en homenaje del compositor en el AEolian Hall, donde el London String Quartet interpretó los 17 cuartetos del repertorio beethoveniano.

Ludwig van Beethoven.
Clements, provista de recursos y erudición, nos da a entender de que los últimos cuartetos de Beethoven, específicamente el Op. 130, fueron un material del cual la escritora pudo extraer ideas y visiones para su novela. Bien se sabe de que Beethoven, hacia el final de su período creativo, manejó un lenguaje innovador y hasta vanguardista en su música, con un mayor énfasis en las tensiones, el uso del contrapunto -melodía contra melodía- e innovaciones en la estructura formal. Un ejemplo de esto último lo da el cuarteto ya mencionado, el cual, en vez de presentar los típicos cuatro movimientos, es extendido hasta seis; además, el último, como hemos mencionado, adquirió a posterior un carácter independiente como obra, convirtiéndose en la llamada Gran Fuga, Op. 133, siendo reemplazado después por un Allegro.

Tomando en cuenta lo anterior, para Clements no es de sorprender que Woolf, cuya sensibilidad buscaba romper los marcos convencionales de la novela, viera en las posibilidades de la música beethoveniana una veta interesante desde donde extraer configuraciones. Es así que, dentro de la serie de posibles analogías entre ambas, la más importante vendría siendo aquella que relaciona los seis movimientos del cuarteto con los seis personajes del texto. Esta supuesta relación no es sólo numérica, sino que incluso de carácter, donde cada movimiento corresponde a uno de los personajes. Esta idea incluso es aplicable a la Gran Fuga, cuya analogía con el monólogo final de Bernard -una suerte de crescendo milagrosamente bien realizado-, es una idea que calza con el carácter de ambas obras: secciones que buscan llevar sus propios recursos a un límite expresivo y distinto del resto del programa.

Las ideas de Elicia Clements podrían juzgarse como arbitrarias y excesivas, aún cuando las sostiene con bases solidas . Pero lo que sí podemos asegurar es el apasionado interés de Woolf no sólo por la música en sí, sino por su estrecha relación con lo literario. No es menor este asunto viniendo de una mujer con una cultura privilegiada y de una sensibilidad exquisita, que en el año 1899, cuando aún no había demostrado su excepcional talento, pudo escribir en una carta que la música, por sobre la literatura, parecía estar "más cerca de la verdad".

Para ponerse en los oídos de Woolf, pase por acá.

jueves, 10 de marzo de 2016

Recuerdos y semblanzas de algunos compositores.

El retrato, noble testimonio que desafía al olvido, tiene el valor de aquello que no se quiere perder en el diario naufragio del tiempo y la memoria. Desde el más simple trazo de un niño hasta la magistral obra del artista, toda persona ha buscado plasmar aquello que aprecia, admira o, inclusive contra su voluntad, aborrece. Es así que, inevitablemente, el ser humano busca salvar de la muerte aquello que trasciende de lo cotidiano, y un sencillo recuerdo escrito puede tener el valor de un inconmensurable tesoro para el porvenir.

Aquí tenemos algunas líneas conmemorativas, semblanzas y memorias de grandes músicos, imágenes escritas por testigos de aquellos hombres que fueron habitados por la inspiración. Pequeña pero significativa, esta antología nos deja una cálida enseñanza: fueron simples personas, y habitaron entre nosotros.


Ludwig van Beethoven (1770-1827):


"En Teplice he conocido a Beethoven. Su talento me ha dejado estupefacto. Tiene una personalidad totalmente indisciplinada. Ciertamente no deja de tener razón al encontrar al mundo detestable, pero con ello no lo hace más agradable ni para él ni para los demás. Sin embargo, es muy de excusar y de compadecer, porque está perdiendo el oído, cosa que quizá daña menos la parte musical de su naturaleza que la social. Este defecto le hace doblemente lacónico, siéndolo él ya por naturaleza." (Johann Wolfgang Goethe, en una carta a Zelter fechada el 2 de septiembre de 1810).



Franz Schubert (1797-1828):


"No era ni feo ni guapo, pero, apenas hablaba o reía, su cara se animaba; pese a la miopía y a las
gafas, su mirada brillaba y su expresión transformada lo hacía casi hermoso." (Joseph von Spaun, compañero de internado y amigo del compositor).


Niccolò Paganini (1782-1840):

"Un miembro del público permaneció en el salón vacío, un hombre de largos cabellos, ojos de mirada aguda y una expresión extraña y torturada, una criatura perseguida por el genio, un titán entre gigantes, a quien yo nunca había visto jamás, y que al verlo por primera vez me conmovió hasta lo más profundo. Me detuvo en el corredor y, apoderándose de mi mano, pronunció tan resplandecientes panegíricos que encendió mi corazón y mi cerebro. Era Paganini." (Hector Berlioz, después de un concierto de su Sinfonía Fantástica en 1833).




Frédéric Chopin (1810-1849):

"Fue delicado de cuerpo como de espíritu; pero aquella ausencia de desarrollo muscular le dio la ventaja de conservar una belleza, una fisionomía singular que, por decirlo así, no tenía ni edad ni sexo. No poseía el aire ardiente y masculino de un descendiente de aquella raza de antiguos dominadores, capaces sólo de beber, cazar y guerrear; y tampoco se trataba de la gracia afeminada de un querubín color de rosa. Era algo así como las figuras ideales que la poesía medieval creaba para adornar los templos cristianos. Un ángel de hermoso rostro como una mujer triste, puro y esbelto de formas como un dios del Olimpo." (George Sand, de su novela Lelia. Liszt citaría esta misma descripción en su biografía de Chopin).


Franz Liszt (1811-1886):

"Que Franz Liszt no puede ser un pianista tranquilo, para ciudadanos tranquilos y dormilones pacíficos, se entiende muy bien. Se sienta al piano arreglándose el cabello varias veces sobre la frente y empieza a improvisar; luego enfurece, por lo general enseguida, sobre las teclas de marfil; plasma un conjunto salvaje de pensamientos elevadísimos, entre los cuales, aquí y allí, las flores más dulces expanden su aroma, de forma tal que al mismo tiempo uno siente espanto y embeleso, pero permanece el espanto." (Heinrich Heine, famoso escritor alemán).



Johannes Brahms (1833-1897):

"Sin corbata, con un cuello duro y pantalones mucho más largos de lo que hubiera sido necesario; además, cuando llovía, se ponía una gran manta y se la echaba sobre los hombros, cerrándola con un alfiler de niña." (Josef Victor Widmann, amigo del compositor).








Claude Debussy (1862-1918):

"Lo veíamos llegar sombrío, usando un pequeño sombrero de fieltro muy angosto, una corbata de lazo suelta y una capa grande que le daba un aspecto bastante lúgubre. Cuando se quitaba todo esto, lucía extremadamente pálido, su pelo muy negro, con una barba descuidada, una especie de liquen que se extendía por su cara hasta sus ojos, su frente sobresaliendo como la de Júpiter, de párpados pesados y una pequeña nariz que parecía que se hubiera achicado. Una boca delicada, roja y sensual, era la única nota de color de todo el conjunto. Parecía una versión faunesca de Jean Richepin, o mejor todavía, La cabeza de San Juan, de Solario, que está en el Louvre." (León-Paul Fargue, poeta, novelista y periodista).



Ígor Stravinsky (1882-1971):

"Es físicamente tan extraordinario que sólo una estatua de pie o un dibujo de tamaño natural pueden plasmar su singularidad: altura pigmea, piernas cortas, ausencia de carne y postura de futbolista, grandes manos y pelo de color arena. Se queda uno tan parado al observarlo que hay que hacer un esfuerzo para concentrarse en lo que dice." (Robert Craft, amigo y biógrafo del compositor).

Para un deleitable testimonio sonoro, siga por acá.



martes, 1 de marzo de 2016

Mozart, el favorito de los escritores.

Estatua de Mozart en Viena
La memoria de quien escribe estas páginas, ha tenido el ocio melancólico y algo obsesivo de ir coleccionando declaraciones de gustos musicales de más de algún escritor célebre. Sin apoyarnos en la estadística, a simple vista la balanza se inclina de forma unánime hacia uno de los más grandes genios de la música: Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Equilibrio, belleza, divinidad... Tantas maneras afines y distintas de dirigirse hacia esa eminencia única, que aún el más simple auditor reconoce en el genio de Salzburgo. ¿Cómo no ha de ser entonces que aquellas análogas sensibilidades no hayan sentido el prodigio de su música, como la voz de un hermano que habla en una lengua cercana a la vez que distinta?

En fin, dejemos que las voces de los inmortales hablen.


"Nuestros esfuerzos para mantenernos dentro de lo simple y limitado resultaron vanos con la aparición de Mozart. El rapto en el serrallo pudo con todo y no volvió a hablarse más en el teatro de nuestra pieza tan cuidadosamente trabajada."

(Johann W. Goethe, Viaje a Italia)


Sören Kierkegaard
"Con su Don Giovanni, Mozart ingresa en el reducido e inmortal círculo de aquellos cuyos nombres y obras el tiempo no olvidará, puesto que los recuerda la eternidad. (...) ¡Oh, Mozart inmortal, a ti te debo todo, a ti te debo el hecho de haber perdido la razón, te debo la ofuscación de mi alma, haberme estremecido en lo más íntimo de mi ser, a ti te debo el hecho de no haberme pasado la vida entera sin que nada pudiese conmoverme, a ti te doy las gracias por no tener que morir sin ser amado, aun cuando mi amor sea desgraciado! ¿Qué tiene, pues, de extraño que yo ponga más celo en su glorificación que en la de los momentos más felices de mi propia vida, más celo en inmortalizarlo del que pongo en mi propia existencia? Pues si lo hiciesen desaparecer, si borraran su nombre, se derrumbaría el único pilar que hasta hoy ha impedido que todo se me hunda en un caos ilimitado, en una nada insondable."

(Sören Kierkegaard, O lo uno o lo otro I)

Thomas de Quincey

"¿Había leído a Milton, había visto Roma, había escuchado a Mozart? No. El Paraíso perdido aún estaba sin leer, no había visto el Coliseo ni la Catedral de San Pedro y las melodías de Don Giovanni aún eran mudas para mí."

(Thomas de Quincey, Bosquejo de la infancia)


"Yo no he amado con pasión en mi vida más que a Cimarosa, a Mozart y a Shakespeare"

(Stendhal, Recuerdos de egotismo)

Gustave Flaubert
"Las tres cosas más bellas que ha hecho Dios son el mar, Hamlet y el Don Giovanni de Mozart."

(Gustave Flaubert en una carta a Louise Colet, 3 de octubre de 1846)


Friedrich Nietzsche

"Los viejos y buenos tiempos han pasado, con Mozart entonaron su última canción:- ¡Qué felices somos nosotros por el hecho de que su rococó nos continúe hablando, por el hecho de que a su "buena sociedad", a su delicado entusiasmo y a su gusto infantil por lo chinesco y florido, a su cortesía del corazón, a su anhelo de cosas graciosas, enamoradas, bailarinas, bienaventuradas hasta el llanto, a su fe en el sur les continúe siendo lícito apelar a un cierto residuo existente en nosotros!"

(Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y el mal)


Hermann Hesse

"Allí cerca, en medio de la noche cada vez más cerrada, se encontraba, majestuosa y muda, la estatua de Mozart. Mozart mira tranquilo y desde la altura, ya no le alcanza la miseria, ni las preocupaciones, ni el príncipe obispo de Salzburgo, que tan miserablemente le tratara en la vida. Está por encima de todo, sonríe magnífico y suprahumano, y su entrañable figura resulta para nosotros cada vez más sublime y seguirá sublimándose aún más con nuestros hijos, pues Mozart fue demasiado grande para que un solo siglo fuera capaz de entenderlo totalmente. Dirigí mi mirada arriba, al más afable de todos los maestros, y vi en él el símbolo de todo lo que Austria ha dado a la cultura germana, y si bien yo no conozco Berlín ni el norte de Alemania, pienso que tendrá que pasar mucho tiempo hasta que de esas latitudes nos lleguen regalos semejantes."

(Hermann Hesse, Pequeñas alegrías, "Berna y Viena", 1913)




domingo, 28 de febrero de 2016

Compositores v.s. libretistas





Mary Garden como Mélisande
Es poco probable que existan cosas tan parecidas y a la vez tan distintas como dos seres humanos. El simple acuerdo entre dos personas es una probabilidad escasa; un sencillo juego de niños puede terminar en llantos y terribles declaraciones, tal como una relacion de pareja o los tratos comerciales. Tampoco en el campo del arte las duplas son comúnmente exitosas, y en la música en especial todo ocurre entre suspicacias y labios fruncidos cuando dos o más voluntades se conjugan, no sin esfuerzo, en pos de una gran obra

La ópera, esa feliz amalgama de fuerzas artísticas, requiere aunar criterios entre distintas disciplinas, principalmente entre música y palabra. Puede darse la rara ocasión en que una sola persona asuma ambas -verbigracia, Richard Wagner-; no obstante, esta opción es tan poco común como sospechosa, y más vale para un compositor contar con un buen libretista con el cual entenderse en los mejores términos posibles. Los milagros, como el caso de Richard Strauss con Hugo von Hoffmansthal, son escasos, y las tensiones se vuelven parte integral del proceso, al punto de hacer peligrar todo el producto cuando lo humano, demasiado humano, aparece con esplendor y belicosidad.
Giuseppe Verdi

El caso de Giuseppe Verdi (1813-1901) con Francisco Maria Piave (1810-1876) es un típico ejemplo para ilustrar el asunto. El primer encuentro entre ambos ocurrió hacia el año 1843, época en que Verdi ya estaba consolidándose como compositor de óperas, en especial gracias al éxito de Nabucco. Piave, joven y sumiso veneciano, fue material para que Verdi pudiese hacer lo que quisiese, y ser, como dijo G. Baldini, biógrafo del compositor, "apenas algo más que un instrumento en sus manos". Verdi fue duro con el poco experimentado escritor; aún después de haber trabajado en seis óperas juntos, era perfectamente capaz de rechazarle un libreto entero, bajo el pretexto de habérsele ocurrido "una idea mejor" (idea que se convertiría en La Traviatta). Aunque en broma, en sus cartas solía llamarle "puerco", "gato", "cocodrilo", "rata", hasta incluso "Sr. Hijo de puta"(¡). 

Francesco Maria Piave
El caso específico en que se reflejó este "cariño" fue para la composición de Macbeth. Verdi, admirador de Shakespeare, fue consciente del terrible desafío que suponía la puesta en escena de aquella magna obra. "¡Es una de las más grandes creaciones de la humanidad!... Si no podemos hacer algo grande con ella vamos a intentar, al menos, hacer algo fuera de lo común.", escribió a Piave. Lamentablemente, a Verdi jamás le dejó satisfecho la aparente lentitud del libretista ni el resultado al que llegó en enero de 1847, tildándolo de trivial y excesivo. Al final, Andrea Maffei, escritor amigo suyo, escribió algunas partes, las cuales recortó también el propio Verdi, terminando el libreto él mismo. Obviamente, no dejó a Piave sin comunicarle sus sinceras palabras respecto a su versión del libreto: 

Para hablarte francamente, yo no habría podido componer la música con estos textos. Como ves, me habría encontrado en un sincero aprieto. Ahora todo se arregló, puesto que hemos cambiado casi todo.

Claude Debussy
No corrió suerte análoga Claude Debussy con el escritor y premio Nobel belga,  Maurice Maeterlinck (1862-1949). Debussy había estado trabajando años antes en la partitura de Pelleás et Mélisande, basada en la obra de Maeterlinck, antes de que se conocieran en 1901. En aquel encuentro, Maeterlinck se vio al parecer incómodo y poco interesado en la muestra que hacía Debussy al piano de la música para la obra, queriendo varias veces dejar el cuarto y, finalmente, conformándose a encender su pipa para soportar la audición. Con todo, se mostró satisfecho al saber de que a Debussy le había encantado la idea de que Georgette Leblanc (1875-1941), cantante, actriz y amante del escritor, hiciese el papel de Mélisande en el estreno de la obra. Pero, luego de algunos ensayos, ocurrió que Maeterlinck se enteró por el diario de que otra actriz había sido contratada para hacer el rol principal. Aunque no fue culpa de Debussy, sino de las disposiciones de la Opéra Comique, el dramaturgo no escuchó razones, y su indignación alcanzó cotas bastante altas.

La misma Georgette Leblanc cuenta lo siguiente cuando Maeterlinck, amenazando con su bastón en el aire, fue encolerizado a buscar al causante de semejante traición:

Maurice Maeterlinck
Fue una historia lamentable. Tan pronto como entró en la sala, Maeterlinck amenazó a Debussy, que se sentó pacíficamente en una silla, mientras Madame Debussy corría hacia su marido con una botella de sales en la mano. Ella le suplicó a Maeterlinck que se retirara y no hubo nada más que se pudiera hacer. 

Aún así, la obra se estrenó el 30 de abril de 1902, con Mary Garden como Mélisande. "¡Esos compositores, son todos locos, están enfermos de la cabeza!", diría más tarde Maeterlinck, no sin  malicia.

André Gide e Igor Stravinsky
Igor Stravinsky (1882-1971) también tuvo dificultades con otro Nobel, el señor André Gide (1869-1951). Ambos se habían conocido en 1910 en el salón de Misia Sert. Gide solía visitar al músico cuando este se refugió en Suiza durante la guerra; ambos habían pensado en alguna futura colaboración desde aquel entonces. El momento llegaría en la década del treinta, donde acordaron trabajar en el melodrama Perséfone. Los malos entendidos no tardaron: Gide quería que se cantase la obra con los acentos que se usarían normalmente al recitar el texto; a Stravinsky, por otro lado, le parecía fuera de lugar esa idea en un contexto musical. El compositor pidió incluso la mediación de Paul Valéry (1871-1945), famoso poeta francés y amigo personal de Gide.  Finalmente, Perséfone se estrenó en la Ópera de Paris en abril de 1934. Stravinsky, famoso por su afilada legua, no perdió ocasión para dejar clara su impresión al humilde Gide:

Poco después del estreno, Gide me mandó un ejemplar del libreto recién publicado con la dedicatoria "en comunión". Le contesté que "comunión" era precisamente lo que no habíamos tenido

Para formarnos una opinión acerca de esta "comunión", siga por acá. 


http://www.bookdepository.com/Vid-de-Verdi-John-Rosselli/9788483232019?ref=grid-view/?a-aid=robertolopez




viernes, 26 de febrero de 2016

¿Una carta de amor de Beethoven?

Ludwig van Beethoven
Hace unos días, quien escribe se halló con una curiosa nota en cierto diario capitalino: una supuesta "carta de amor" escrita por Ludwig van Beethoven y dirigida "a su musa inspiradora Bettina von Aarnim" (sic). La carta en cuestión, fechada según dice el 11 de agosto de 1810 en Viena, dice lo siguiente:


Pocas primaveras han sido tan hermosas como la de este año. Así parece y así lo digo. Porque fue esta primavera cuando la conocí a usted. Habrá podido advertir desde muy pronto que, siempre que me encuentro en sociedad, me asemejo a un pez en seco: el infeliz no hace más que dar volteretas y saltos hasta que una Galatea lo devuelve al embravecido océano.Bastó con su sola presencia para que una nueva vida me fuera infundada. Usted no pertenece a este mundo, un mundo absurdo al que, ni siquiera con la mejor de las voluntades, puede darse crédito. Pero, en cualquier caso, ¿podría una mala persona como yo censurar al resto?¡Ah! Sé muy bien que usted, tan compasiva me lo perdonará. Todo puede leerse en sus ojos. Así, usted me lo habrá de perdonar debido a su inteligencia, a esa clara inteligencia que se refleja en sus oídos (...)
La carta sigue así con gran efusividad sentimental, entre frases como "ángel mío", "amantísimo corazón mío", "cara mía", entre otras. 

Aún considerando el tono emotivo de la prosa epistolar del siglo XIX, algo suena disonante respecto al Beethoven que nos han legado otros testimonios, incluyendo escritos a amistades y cercanos. 

De partida, hay que saber el origen de esta carta y su destinataria: la señorita Brentano.

Bettina Brentano
Bettina Brentano (1785-1859) fue toda una personalidad dentro del romanticismo alemán. Hermana del escritor Clemens Brentano (1778-1842), se casaría en 1811 con el poeta Achin von Arnim (1781-1831). Estos cuñados fueron ilustres gracias a su recolección de cantos populares en una antología titulada Des Knaben Wunderhorn (que podría traducirse como El niño del cuerno maravilloso). Lejos de conformarse con ser la sombra de estos maestros, su vida fue un intento de lograr destacarse como escritora y personalidad de la cultura, cayendo no pocos bajo su campo magnético. Un germanista italiano, Leonello Vicenti, diría de ella lo siguiente:
Era diabólicamente vivaz y al mismo tiempo incomprensiblemente perezosa, caritativa y maligna, mentirosa y a la vez sincera, ingenua y maliciosa.
Dentro de su inconstancia, quiso arrimarse a ciertos genios, como fue el caso con Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832). Tuvo, según se cuenta, una apasionada amistad con el escritor, escribiendo luego un libro que la hizo famosa: Correspondencia de Goethe con una niña (1835). Los especialistas concuerdan de que es imposible distinguir la verdad de la fantasía en estas páginas, sumándole el hecho de haber sido escritas después de la muerte de su marido y de Goethe.

Johann Wolfgang von Goethe
¿Y qué pasó con Beethoven? Fue el año 1810 cuando el músico conoció a esta joven, en el momento en que esta contaba con veinticinco años. Ella, en gran medida, fue la conexión entre Beethoven y el admirado Goethe; gracias a ella, Beethoven pudo leer la tragedia Egmont escrita por el escritor alemán, y ese mismo año de 1810 compuso la música de escena para ese drama. De ahí hubo algunas cartas entre uno y otro, y más tarde incluso coincidirían en persona, pero eso es otra historia...

Supuestamente, a partir de este período comenzaría el intercambio epistolar entre Bettina y el músico. En concreto, lo que se conservan son sólo tres cartas: la primera, que es la que aparece arriba, fechada como se dijo el 11 de agosto de 1810; luego otra, fechada el 10 de febrero de 1811; por último, una que fue escrita desde Teplitz, en agosto de 1812. Sin embargo, sólo de la segunda se tiene certeza que fue posiblemente escrita por Beethoven; del resto, sólo se albergan dudas. 

¿Cuáles son las razones?

Primero, hay que decir que estas cartas aparecieron recién en enero del año 1839, cuyas transcripciones fueron hechas por la mismísima Bettina. Ella las "donó" al mundo, como testimonio de la pasión y amistad que el músico le profesó en vida de este. De las tres cartas, sólo una tiene la firma de Beethoven, -que es la principal razón por la cual se le considera más auténtica que el resto-,  cuyo tono difiere no poco de la pasión exultante de la primera:
Querida, querida Bettine (sic)
Tengo hasta el momento dos cartas de usted; y veo... que sigue recordándome, lo que es más,  lejos más favorable -llevé su primera carta dirigida a mí durante todo el verano; y de hecho a menudo me hacía sentir supremamente feliz-. Aunque no le escribo muy seguido y sin embargo no me ve nada, aún en el pensamiento le escribo miles de cartas en miles de momentos. -Se va a casar, querida Bettine, o quizá ya está casada; y no he podido ser capaz de verla de nuevo antes del evento. (...)
Ahora todos los buenos deseos, querida, querida B(ettine). Le beso tristemente su frente y así imprimo en ella tal como un sello todos mis pensamientos para usted -escriba pronto, pronto, y muy seguido a su amigo 
 Beethoven. 
Respecto a la tercera carta, bastará con citar las frases finales para ejemplificar su patetismo, tal como la primera carta:  

...Ah, queridísima niña, por cuanto tiempo hasta ahora hemos seguido siendo de la misma opinión acerca de todo!!!... Adiós, adiós, la más encantadora muchacha, su última carta reposa sobre mi corazón la noche completa y ahí me refresca. Los músicos pueden tomarse toda libertad. Querido Dios, cómo te amo!
 Su más fiel amigo y sordo hermano 
Beethoven 
Aún considerando las sospechosa aparición tardía de estas misivas, y la auténtica firma de Beethoven en una de ellas, podrían no ser necesariamente falsas. No obstante, al parecer Bettina dio un par de pasos en falso que la acusarían de impostura. El primero de ellos va en relación a la primera, donde aparece la siguiente frase:Bendita sea mi sordera, a la que le debo que la mayor parte de nuestras charlas se lleven a efecto por escrito!" Esta presupone el hecho de que Beethoven ya estaba usando sus "cuadernos de conversación", en los cuales sus interlocutores escribían frases para que el músico, achacado de sordera, pudiese leerlas. Los cuadernos no fueron antes de 1817, y el primer registro data del año 1818, por lo que es imposible su referencia según la fecha de la carta. El segundo es el lugar desde donde se emitió la tercera misiva: Teplitz. En la fecha que se indica, ni Beethoven ni los Habsburgos estuvieron en aquel lugar. Por último, y como remate del asunto, hay que decir que Beethoven solía no fechar sus cartas.

Para terminar, dejaremos el testimonio del señor Anton Schindler, secretario personal del músico y uno de sus primeros biógrafos. En vista de su trabajo de recopilación de fuentes, Schindler decidió visitar a Bettina en Berlín el año 1843. He aquí sus palabras:
Anton Schindler
Durante mi bastante larga estadía en Berlín, tuve el honor de tomar contacto con Frau von Arnim. Me mencionó muchas cosas interesantes acerca de sus esfuerzos literarios, acerca de lo que había logrado y lo que le faltó lograr. Acerca de su relación con Beethoven, como sea, no pude inducirla a decir siquiera una palabra, aun cuando ella sabía de mi libro acerca de él y sabía que ella era mencionada personalmente en el libro. Sin solicitar directamente si es que yo pudiese examinar las famosas cartas, le di a entender que era extremadamente importante para mí ver las originales. La estimada dama se envolvió aquellos instantes en un profundo manto de silencio, pretendiendo no oír nada de lo que le había dicho.
A buen entendedor, pocas palabras... 

Y ya que hablamos de patetismo, dejemos que Beethoven nos cuente su versión del asunto por acá.

http://www.bookdepository.com/Beethoven-Filosofi-de-L-Music-Theodor-W-Adorno/9788446015376?ref=grid-view/?a-aid=robertolopez