Mostrando entradas con la etiqueta Sigmund Freud. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Sigmund Freud. Mostrar todas las entradas

viernes, 25 de diciembre de 2015

Música y drogas: algunos orígenes.

Flor de Adormidera
La relación entre la música y las drogas ha sido un affair curioso en la historia de la cultura. De partida, son dos potencias que suelen alcanzar sobre la psiquis humana algunos terrenos comunes, e incluso potenciar mutuamente sus efectos en los individuos; ambas podrían, por ejemplo, "estimular" o tener un efecto "analgésico" o "sedante", dependiendo de la persona y su uso. Sin ahondar en la psicología de este actuar ni entrar en discusiones ética y legales, no sería una pérdida de tiempo buscar ciertos orígenes del asunto, que, al parecer, no son precisamente actuales.

Dejando de lado la historia de los orígenes del ser humano y sus ritos, si hay que hablar del uso de sustancias en nuestra civilzación, nuestro punto de partida tiene que ser una de las drogas más antiguas de la humanidad: el opio. Este se extrae de las cabezas verdes de la flor de la adormidera (Papare somniferum). Tan antiguo es su uso, que desde la Odisea de Homero (canto IV, v. 220-1) pareciera haber una mención de aquel:

Y en el vino que estaban bebiendo les puso una droga, gran remedio de hiel y dolores y alivio de males. 

El opio se usó por cientos de años como analgésico, mas su amplio uso se dio en el siglo el siglo XIX, especialmente en Inglaterra. Comercializado en una mezcla de alcohol y especias conocido como láudano, tenía una difusión y aceptación tan general que sólo podríamos compararlo con el uso de la aspirina actual. Era una especie de panacea que se usaba para todo tipo de dolencias: cáncer, cólera, depresión, diabetes, gota, neumonía, tétanos, úlceras, y muchas otras. Los tratados médicos en cuanto al uso y a sus efectos diferían no poco unos de otros, aunque se sabía que podía causar perjuicios si su uso era excesivo en su dosis y de manera prolongada. 

Una de las primeras comparaciones entre el efecto del opio y la música la podemos hallar en el poema Oda a un ruiseñor, escrito por el inglés John Keats (1795-1821) hacia el año 1819, donde el canto del ruiseñor es comparado a un estado de conciencia alterado.

My heart aches, and a drowsy numbness pains/ my sense, as thought of hemlock I had drunk, / or emptied some dull opiate to the drains/ one minute past/ and Lethe-wards had sunk.
(Me duele el corazón, y un sopor doloroso/ aturde mis sentidos, como el tomar beleño/ o con un opio turbio bebido hasta las heces/ hace un momento, hundiéndose, camino del Leteo.)

Pero sería en el año 1821, año de la muerte de Keats, cuando otro inglés daría forma narrativa y estética al consumo de la droga, titulada Las Confesiones de un opiómano Inglés. Su nombre: Thomas De Quincey.

Las Confesiones, publicadas en dos tiradas en la aquel entonces conocida revista llamada Blackwood's Edinburgh Magazine, es un relato autobiográfico de la vida de De Quincey, en el cual, partiendo de ciertas situaciones dificultosas que se suscitaron en su juventud, nos muestra progresivamente sus primeras incursiones en el opio, su posterior adicción, sus sublimes visiones y, hacia el final del relato, las pesadillas y dolores que le atormentaron producto de sus excesivo consumo.

Una de las secciones clave del libro, es precisamente cuando De Quincey narra que solía consumir láudano para dos especiales ocasiones. Una de ellas era con el fin de dar largos paseos por las laberínticas y oscuras calles de Londres por las noches; la otra, una actividad musical: ir a la Ópera. De Quincey es elocuente a la hora de describir sus emoción:

Thomas De Quincey
Los coros eran divinos de escuchar: y cuando Grassini (Josephina Grassini, contralto italiana famosa en la época) aparecía en algún interludio, como solía hacer ella, poniendo adelante su apasionada alma como Andrómaca, ante la tumba de Héctor, etc, me preguntaba si algún turco, de entre todos los que han entrado al Paraíso de los opiómanos, ha podido tener la mitad del placer que tuve.

Las Confesiones tuvieron un éxito enorme en su época, y no sólo los ingleses demostraron interés. Años más tarde, en Francia, el escritor Alfred de Musset (1810-1857) tradujo la obra a su idioma (no sin ciertas libertades), y uno de sus primeros lectores fue el mismísimo Hector Berlioz, cuya Sinfonía Fantástica está inspirada precisamente en la narración de De Quincey. 

Otro de sus devotos lectores fue el poeta Charles Baudelaire (1821-1867), que ya venía con el influjo de Edgar Allan Poe (otro lector de De Quincey), el cual a través de sus relatos inspiraba la búsqueda de sensaciones mórbidas y alteradas, como el caso de aquel demente Usher o el adicto narrador de Ligeia. Ya de joven Baudelaire había visitado el Hotel Pimodan desde 1849, el que era una guarida de artistas, mujeres fatales y opiómanos. Así, no fue coincidencia que Baudelaire admirara a De Quincey, del cual incluso tradujo parte de Suspiria de Profundis, otro relato autobiográfico de De Quincey, para agregarlo a su libro Los Paraísos Artificiales (1860). Pero con la llegada de Richard Wagner y su música,  Baudelaire vio confirmado el acto de buscar en la mezcla de sensaciones y estímulos una nueva estética, una forma de arte en la que el individuo no escatimara  en arriesgarse a llevar al límite sus sentidos. Tomando lo anterior en consideración, léase lo siguiente que escribió Baudelaire luego de haber presenciado la ópera Tannhäuser de Richard Wagner, estrenada en Paris el año 1861:

Charles Baudelaire
Al escuchar esta música ardiente y despótica, a veces me parece como si encontrara de nuevo las huellas mareantes del opio pintadas en el fondo del abismo (...). Tenía por completo la impresión de un alma que se mueve en un entorno de luz clara, de un éxtasis nacido del placer y del conocimiento, que me hacía evitar a lo alto y a lo lejos sobre el mundo natural.

Aún luego de la muerte de Baudelaire, esta relación entre música y éxtasis sensorial no tocó su fin, y no pocos artistas y oyentes serios del período supieron reconocer en aquel mar de sonidos un  vehículo de transporte hacia nuevas sensaciones, que es como Friedrich Nietzsche (lector de Baudelaire, dicho se de paso) describió lo dionisíaco en El Nacimiento de la Tragedia, inspirado precisamente en Wagner:

Bien bajo el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres y pueblos originarios hablan con himnos, bien con la aproximación poderosa de la primavera, que impregna placenteramente la naturaleza toda, despiértense aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí.

Friedrich Nietzsche
Nietzsche estableció claramente la relación entre lo musical y lo dionisíaco, y su influencia perduró como una categoría estética hasta nuestros días -aún cuando él abjuró de Wagner años más tarde-. Pero el estado de embriaguez unido a la experiencia musical es sublimado, salvado por esta visión más "civilizada", filosófica si se quiere. Los experimentos continuaron entre los franceses,  especialmente entre los Simbolistas, para quienes el trasfondo de la existencia poseía un sustrato inconsciente, profundo y "musical", al cual sólo se podía acceder alterando los sentidos, con el fin de encontrar la expresión adecuada en la palabra poética -aún si eso requería el uso de sustancias-. La música y los estados alterados aparecen así en Verlaine, Rimbaud y Mallarmé, aunque poco a poco esta visión cambia hacia una búsqueda de poesía más pura y hermética, que el siglo siguiente organizaría en un sentido más teórico que práctico.

Botella de Láudano
Nuestro siglo XX, al menos en términos intelectuales, pareciera haber dejado un poco al margen estas discusiones, con fuerzas tan lapidarias como Freud, quien no duda en desmantelar toda "experiencia oceánica" como una simple regresión a estados infantiles. Sin embargo, el ritual musical junto a sus fieles pareciera persistir en las visiones de De Quincey, Baudelaire y Nietzsche, en el sentido de hallar una experiencia que rompa con los límites del sujeto, hasta penetrar en sensaciones de intensa comunión, incluso casi religiosa, como suele suceder en el más sencillo recital de rock hasta los multitudinarios festivales y fiestas electrónicas; y, claro, como los tiempos han cambiado, ya no es precisamente el láudano lo que los jóvenes llevan en sus bolsillos cuando van a sus respectivos conciertos...

Para los que quieran un "éxtasis a la antigua", sigan por acá.




martes, 20 de octubre de 2015

Maestros y antimusicales.

A la especie humana le fascina la música; esto es un hecho innegable que nos ha acompañado como especie desde la noche de los tiempos hasta nuestros días, y ni aún el cruel vértigo de la modernidad nos ha podido distanciar del disfrute sonoro. Sin embargo, han existido un muy reducido número de personas para las cuales escuchar cualquier música, lejos de constituir un placer o un simple estímulo, resulta algo que provoca desde indiferencia hasta el más profundo desagrado. Las causas pueden ser formativas, genéticas e incluso patológicas, pero lo cierto es que ha sido un fenómeno inusual a la vez que sorprendente, en especial para la gran mayoría de los seres que disfrutan diariamente de la música.

Uno de aquellos ilustres casos ha sido ni más ni menos que el de Sigmund Freud (1856-1939). El padre del psicoanálisis afirmaba literalmente que "no tenía oídos para la música". Aún en sus primeros años manifestó una notable aversión hacia las sonoridad instrumentales, e inclusive llegó a negarle a sus hermanas que tocasen el piano, con el fin de permitirle "concentrarse en sus estudios" -con la implicancia que eso tenía para el ocio de una señorita educada de la época-. Su biógrafo, Ernest Jones, testimonió que
La aversión de Freud a la música fue una de sus características mejor conocidas. Bien puede uno recordar la dolorosa expresión en su rostro al entrar a un restaurante o a una cervecería donde se hallase una banda y cuán rápido sus manos podían ir hacia sus oídos para ahogar el sonido.
Aún así, tuvo como pacientes a músicos de la talla de Bruno Walter y Gustav Mahler; y, aunque evidentemente no asistía a la ópera como cualquier otro vienés culto de su tiempo, llegó a sentir gran interés por Don Giovanni de Mozart -se entiende que por el libidinoso contenido del argumento...-.

Hemos visto en otra entrada el caso de Sándor Márai (1900-1989), el cual sentía una ambivalencia frente a lo musical que no le permitió desarrollar un gusto adecuado, a causa de una educación rígida y tiránica a través del piano. Esto derivó en que solía manifestar una actitud resistente e irónica, como cierta anécdota que se recoge en sus Recuerdos de un burgués:
Una vez, en París, entré por pura casualidad en una sala de conciertos donde actuaba una orquesta de música clásica, y cuando empezó a tocar, me dio un ataque de risa que no pude dominar, así que al final tuvieron que conducirme fuera de la sala...
En una similar disposición de ánimo fue que le pareció "odiosa" la admiración de unos alemanes que lloraban en un bar mientras escuchaban a Bach, escena que le tocó presenciar en Dornstadt en los años veinte -y siendo precisamente un tío suyo el pianista-.

También Vladimir Nabokov (1899-1977), autor de la polémica novela Lolita, manifestaba una irresistible indiferencia hacia la música. En una entrevista para la revista Playboy en 1964, declaró lo siguiente:

No tengo oído para la música, deficiencia que deploro amargamente. Cuando asisto a un concierto -lo cual sucede una vez cada cinco años- me empeño resueltamente en seguir la secuencia y la relación entre los sonidos, pero no puedo mantenerlo por más de unos pocos minutos. Impresiones visuales, reflejos de manos en maderas barnizadas, un diligente lugar pelado sobre un violín, estas cosas toman dominio, y pronto estoy aburrido más allá de la cuenta por los movimientos de los músicos.
Sin embargo, Nabokov se entristecía por adolecer  esa falta de interés y voluntad, ya que, paradójicamente, su hijo Dimitri poseía un excepcional talento vocal -llegó a ser cantante de ópera-. Al menos cuenta que, según sus palabras, pudo hallar un raro substituto a la música: la composición de problemas de ajedrez.

Aunque lo más curioso del caso de Nabokov, como en el de otros escritores, era que lo que no tenía de oído musical, sí lo poseía en su escritura, como al comienzo de Lolita:
Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down to palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.
(Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de mi lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.)
Habiendo escrito semejante párrafo, ¿cómo puede alguien decir de sí mismo "no tener oído para la música"?

El resto de los mortales, disfrutemos por acá (y lloremos, si es necesario).

http://www.bookdepository.com/Lolita-Vladimir-Nabokov/9780307474674/?a_aid=robertolopez





martes, 6 de octubre de 2015

Gustav Mahler y el diván del Dr. Freud.

Sigmund Freud
Es cierto que en lo referente al psicoanálisis y en especial a su fundador el doctor Sigmund Freud (1856-1939), hay más de una opinión divergente. Para algunos, Freud bien pudo haber sido un loco y fanático -como pensaba de él Jorge Luis Borges-; o un neurótico -según concluyó Carl Jung, su discípulo rebelde-; o, inclusive, un escritor de comedias -como aseveró Vladimir Nabovok, su mordaz archienemigo-. Pero, a pesar de sus detractores, Freud fue, sin discusión alguna, el pensador y escritor más influyente del siglo XX. Como una prueba sencilla, es cosa de revisar nuestro lenguaje cotidiano: hablamos de que nuestra vecina es una histérica, de que fulano de tal es un acomplejado, o de que tal o cual sueño que tuvimos emergió de las profundidades del  subconsciente, como para disculpar los pudores que resienten nuestra memoria. Es decir, el psicoanálisis se nos metió casi de contrabando, difundiendo buena parte de sus conceptos, patrimonio de unos pocos y serios iniciados, entre nosotros, simples -y reprimidos- ciudadanos.

Así, no pocos artistas e intelectuales, más dispuestos a la novedad que el acomodado rebaño de la burguesía, cayeron bajo el influjo del doctor vienés, especialmente en una época en que la sexualidad y los traumas infantiles parecían alejados de la esfera del habitante común, aplastadas bajo el rótulo de lo "inconveniente"-. Fue entonces cuando, a principios del siglo XX, un atormentado coetáneo de Freud, compositor y afamado director, decidió recostarse en el diván del de la consulta del doctor. Su nombre: Gustav Mahler (1866-1911).

Gustav Mahler
Mahler, judío nacido en Bohemia, tuvo una atormentada infancia, marcada por el carácter brutal de su padre y la temprana muerte de casi una decena de hermanos, víctimas de terribles enfermedades. No obstante la dureza de las experiencias infantiles, se abrió paso como músico de genio, contrajo matrimonio con Alma Schindler (una de las mujeres más hermosas de Viena, que casi le hizo perder la cabeza al pintor Gustav Klimt), y comenzó una carrera ascendente que lo llevó a convertirse en un director de fama internacional, recorriendo tanto Europa como América del Norte. Sin embargo, la fatalidad lo alcanzaría en 1907, cuando perdió a una de sus hijas a causa de la escarlatina. Años después, dada la acritud de su carácter y su formas despóticas, Alma estaba decidida a dejarlo y a irse con otro hombre, cansada de la vida que había tenido que sufrir a su lado. Mahler estaba deshecho.

Traumado por su infancia, enfermo del corazón y en medio de un desastre familiar, Mahler, casi como medida desesperada, decidió visitar a Freud, precisamente cuando este se encontraba en Leyden, Holanda, a fines del año 1910.

Lo que pasó en esas sesiones ha dado para muchas especulaciones e investigaciones varias. Sin embargo, uno de los testimonios que se tienen es una anécdota narrada por Freud a Marie Bonaparte en 1925, que recogió Ernest Jones en su biografía del doctor:

Siendo Mahler apenas un muchacho, hubo una pelea especialmente dolorosa entre ellos (los padres). La escena llegó a ser insoportable para el chico, que abandonó la casa corriendo. En ese momento, un organillo hacía sonar en la calle el famoso aire vienés Ach, du lieber Augustin. Mahler se dio de bruces con él y, en su opinión, la conjunción de la severa tragedia y la ligera diversión quedó, desde entonces, inextricablemente fijada en su mente, y un estado inevitablemente comportaba el otro.

Un tiempo más tarde, Mahler, producto en gran medida de su psicoanálisis, intentó rehacerse como persona: le instó a Alma volver a componer música, le dedicó su Octava Sinfonía y pensó incluso en la posibilidad de tener más hijos, cosa de reparar los errores del pasado. Pero ya en febrero de 1911, hallándose en Estados Unidos, comenzó con intensos malestares, que fueron agravándose con el paso de los días. Tuvo que volver a Europa, en un estado lamentable, entre barcos y trenes que parecían arruinarle lo poco de vida que aún tenía.

La medianoche del 19 de mayo, en medio de una tormenta, Gustav abandonó este mundo en un hospital de Viena. 

"Casi todos los escritores de verdadero y exquisito sentimiento, al pintar la desesperación y el desaliento total de la vida, han extraído los colores de su propio corazón, y dibujado un estado en el cual, más o menos, han estado ellos mismos", escribió Leopardi. ¿Habrá habido algún reflejo de esa "severa tragedia y ligera diversión" en la música de Mahler? ¿Habrá sabido ver Freud los verdaderos "colores de su corazón"?