viernes, 25 de diciembre de 2015

Música y drogas: algunos orígenes.

Flor de Adormidera
La relación entre la música y las drogas ha sido un affair curioso en la historia de la cultura. De partida, son dos potencias que suelen alcanzar sobre la psiquis humana algunos terrenos comunes, e incluso potenciar mutuamente sus efectos en los individuos; ambas podrían, por ejemplo, "estimular" o tener un efecto "analgésico" o "sedante", dependiendo de la persona y su uso. Sin ahondar en la psicología de este actuar ni entrar en discusiones ética y legales, no sería una pérdida de tiempo buscar ciertos orígenes del asunto, que, al parecer, no son precisamente actuales.

Dejando de lado la historia de los orígenes del ser humano y sus ritos, si hay que hablar del uso de sustancias en nuestra civilzación, nuestro punto de partida tiene que ser una de las drogas más antiguas de la humanidad: el opio. Este se extrae de las cabezas verdes de la flor de la adormidera (Papare somniferum). Tan antiguo es su uso, que desde la Odisea de Homero (canto IV, v. 220-1) pareciera haber una mención de aquel:

Y en el vino que estaban bebiendo les puso una droga, gran remedio de hiel y dolores y alivio de males. 

El opio se usó por cientos de años como analgésico, mas su amplio uso se dio en el siglo el siglo XIX, especialmente en Inglaterra. Comercializado en una mezcla de alcohol y especias conocido como láudano, tenía una difusión y aceptación tan general que sólo podríamos compararlo con el uso de la aspirina actual. Era una especie de panacea que se usaba para todo tipo de dolencias: cáncer, cólera, depresión, diabetes, gota, neumonía, tétanos, úlceras, y muchas otras. Los tratados médicos en cuanto al uso y a sus efectos diferían no poco unos de otros, aunque se sabía que podía causar perjuicios si su uso era excesivo en su dosis y de manera prolongada. 

Una de las primeras comparaciones entre el efecto del opio y la música la podemos hallar en el poema Oda a un ruiseñor, escrito por el inglés John Keats (1795-1821) hacia el año 1819, donde el canto del ruiseñor es comparado a un estado de conciencia alterado.

My heart aches, and a drowsy numbness pains/ my sense, as thought of hemlock I had drunk, / or emptied some dull opiate to the drains/ one minute past/ and Lethe-wards had sunk.
(Me duele el corazón, y un sopor doloroso/ aturde mis sentidos, como el tomar beleño/ o con un opio turbio bebido hasta las heces/ hace un momento, hundiéndose, camino del Leteo.)

Pero sería en el año 1821, año de la muerte de Keats, cuando otro inglés daría forma narrativa y estética al consumo de la droga, titulada Las Confesiones de un opiómano Inglés. Su nombre: Thomas De Quincey.

Las Confesiones, publicadas en dos tiradas en la aquel entonces conocida revista llamada Blackwood's Edinburgh Magazine, es un relato autobiográfico de la vida de De Quincey, en el cual, partiendo de ciertas situaciones dificultosas que se suscitaron en su juventud, nos muestra progresivamente sus primeras incursiones en el opio, su posterior adicción, sus sublimes visiones y, hacia el final del relato, las pesadillas y dolores que le atormentaron producto de sus excesivo consumo.

Una de las secciones clave del libro, es precisamente cuando De Quincey narra que solía consumir láudano para dos especiales ocasiones. Una de ellas era con el fin de dar largos paseos por las laberínticas y oscuras calles de Londres por las noches; la otra, una actividad musical: ir a la Ópera. De Quincey es elocuente a la hora de describir sus emoción:

Thomas De Quincey
Los coros eran divinos de escuchar: y cuando Grassini (Josephina Grassini, contralto italiana famosa en la época) aparecía en algún interludio, como solía hacer ella, poniendo adelante su apasionada alma como Andrómaca, ante la tumba de Héctor, etc, me preguntaba si algún turco, de entre todos los que han entrado al Paraíso de los opiómanos, ha podido tener la mitad del placer que tuve.

Las Confesiones tuvieron un éxito enorme en su época, y no sólo los ingleses demostraron interés. Años más tarde, en Francia, el escritor Alfred de Musset (1810-1857) tradujo la obra a su idioma (no sin ciertas libertades), y uno de sus primeros lectores fue el mismísimo Hector Berlioz, cuya Sinfonía Fantástica está inspirada precisamente en la narración de De Quincey. 

Otro de sus devotos lectores fue el poeta Charles Baudelaire (1821-1867), que ya venía con el influjo de Edgar Allan Poe (otro lector de De Quincey), el cual a través de sus relatos inspiraba la búsqueda de sensaciones mórbidas y alteradas, como el caso de aquel demente Usher o el adicto narrador de Ligeia. Ya de joven Baudelaire había visitado el Hotel Pimodan desde 1849, el que era una guarida de artistas, mujeres fatales y opiómanos. Así, no fue coincidencia que Baudelaire admirara a De Quincey, del cual incluso tradujo parte de Suspiria de Profundis, otro relato autobiográfico de De Quincey, para agregarlo a su libro Los Paraísos Artificiales (1860). Pero con la llegada de Richard Wagner y su música,  Baudelaire vio confirmado el acto de buscar en la mezcla de sensaciones y estímulos una nueva estética, una forma de arte en la que el individuo no escatimara  en arriesgarse a llevar al límite sus sentidos. Tomando lo anterior en consideración, léase lo siguiente que escribió Baudelaire luego de haber presenciado la ópera Tannhäuser de Richard Wagner, estrenada en Paris el año 1861:

Charles Baudelaire
Al escuchar esta música ardiente y despótica, a veces me parece como si encontrara de nuevo las huellas mareantes del opio pintadas en el fondo del abismo (...). Tenía por completo la impresión de un alma que se mueve en un entorno de luz clara, de un éxtasis nacido del placer y del conocimiento, que me hacía evitar a lo alto y a lo lejos sobre el mundo natural.

Aún luego de la muerte de Baudelaire, esta relación entre música y éxtasis sensorial no tocó su fin, y no pocos artistas y oyentes serios del período supieron reconocer en aquel mar de sonidos un  vehículo de transporte hacia nuevas sensaciones, que es como Friedrich Nietzsche (lector de Baudelaire, dicho se de paso) describió lo dionisíaco en El Nacimiento de la Tragedia, inspirado precisamente en Wagner:

Bien bajo el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres y pueblos originarios hablan con himnos, bien con la aproximación poderosa de la primavera, que impregna placenteramente la naturaleza toda, despiértense aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí.

Friedrich Nietzsche
Nietzsche estableció claramente la relación entre lo musical y lo dionisíaco, y su influencia perduró como una categoría estética hasta nuestros días -aún cuando él abjuró de Wagner años más tarde-. Pero el estado de embriaguez unido a la experiencia musical es sublimado, salvado por esta visión más "civilizada", filosófica si se quiere. Los experimentos continuaron entre los franceses,  especialmente entre los Simbolistas, para quienes el trasfondo de la existencia poseía un sustrato inconsciente, profundo y "musical", al cual sólo se podía acceder alterando los sentidos, con el fin de encontrar la expresión adecuada en la palabra poética -aún si eso requería el uso de sustancias-. La música y los estados alterados aparecen así en Verlaine, Rimbaud y Mallarmé, aunque poco a poco esta visión cambia hacia una búsqueda de poesía más pura y hermética, que el siglo siguiente organizaría en un sentido más teórico que práctico.

Botella de Láudano
Nuestro siglo XX, al menos en términos intelectuales, pareciera haber dejado un poco al margen estas discusiones, con fuerzas tan lapidarias como Freud, quien no duda en desmantelar toda "experiencia oceánica" como una simple regresión a estados infantiles. Sin embargo, el ritual musical junto a sus fieles pareciera persistir en las visiones de De Quincey, Baudelaire y Nietzsche, en el sentido de hallar una experiencia que rompa con los límites del sujeto, hasta penetrar en sensaciones de intensa comunión, incluso casi religiosa, como suele suceder en el más sencillo recital de rock hasta los multitudinarios festivales y fiestas electrónicas; y, claro, como los tiempos han cambiado, ya no es precisamente el láudano lo que los jóvenes llevan en sus bolsillos cuando van a sus respectivos conciertos...

Para los que quieran un "éxtasis a la antigua", sigan por acá.




viernes, 6 de noviembre de 2015

El "otro" Mozart.

Para la conciencia cultural, existen dos Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791); el primero, hijo de un mundo clásico y luminoso, prodigio semidivino que alcanza las alturas del espíritu con su música, poseedora esta de sonidos que esconden la virtud de elevar y transformar, como la voz de un ángel puro e inmortal que sana a la humanidad. El segundo Mozart, sombra del anterior, es una figura que se mece entre pícaros diablillos, un personaje bufonesco y de risa infantil que estalla en un taladro de risa y sarcasmo, una caricatura grotesca que luce tan intolerable como para algunos lo fue Amadeus, un retrato cinematográfico perturbador para los fieles prosélitos del primero.

Pero ¿cuál de los dos es el verdadero Mozart? ¿Podemos distinguir, entre la realidad y la imaginación históricas, la verdadera figura del héroe del Clasicismo Musical? Es un hecho que el primero tiene una aceptación más que unánime en el público general, mientras que el otro parece marginado como una mota de polvo barrido bajo la alfombra. Quizá podamos trazar algunos perfiles poco recordados, al margen de la imaginación de escritores y directores de cine, que puedan corroborar esos "otros" aspectos.

Mozart fue un niño prodigio, y tanto su infancia como su talento perduraron aún en su mundo adulto. Su madurez física tardó en desarrollarse -a los veintidós años recién comenzó a afeitarse-, y su psiquis iba en una relación similar a su cuerpo. De hecho, nunca pudo dejar los juegos y las bromas, y uno de los más claros testimonios en este sentido es su correspondencia con Maria Thekla, conocida como "Bäsle", la cual cual era hija de su tío Franz Alois.

A la edad de veintún años comenzó Mozart a escribir a su prima, la cual tenía dos años menos que él. Se habían encontrado un par de veces cuando ambos eran niños, pero en 1777 se generó un vínculo más estrecho con motivo de una visita de él a Augsburgo donde ella se encontraba. Según la impresión que le transmitió Mozart a su padre a través de una carta, Bäsle le pareció "bonita, inteligente, ingeniosa y perspicaz... los dos nos entendemos realmente bien, porque, al igual que yo, ella es un tanto picarona". Pareciera que la confianza entre ambos llegó al punto de que Mozart le escribió más tarde, en la siguiente parada de su viaje, párrafos de este calibre:

Disculpa mi espantosa caligrafía, pero es que la pluma está hecha trizas y he estado cagando, eso dicen, durante casi veintidós años por el mismo viejo agujero, que aún no se ha agrandado ni un poco, aún habiéndolo usado cada día para cagar, y cada vez con mis propios dientes la mierda he mordido... Beso tus manos, beso tu cara, beso tus rodillas y tu -bien, todo lo que me permitas besar.

Autorretrato de Maria Thekla
La última frase está escrita en francés, y la palabra "besar" (baiser) en aquel idioma también tiene la acepción vulgar de "follar". Este tipo de alusiones escatológicas se repiten bastante a lo largo de su correspondencia con su prima, con frases como "me cago en tu nariz y resbalará hasta tu barbilla"; o "duerme profundamente, amor mío, y aprieta tu culo contra tu boca". Sin embargo, siendo justos con estos aparentes desatinos, hay que decir que la familia de Mozart solía intercalar este tipo de bromas en sus cartas, e incluso se puede decir que era una costumbre cultural de época. No obstante, Mozart tenía ese tipo de tendencias bastante marcadas en el resto de su correspondencia, las cuales incluían además juegos de palabras como firmar con su nombre invertido ("Gnagflow Trazom"), frases aliteradas ("Croatas, crotoniatas, cataratas... agustinos, benedictinos, capuchinos..."), neologismos, poemas obscenos, entre otros.

Esta tendencia a la broma se puede apreciar además en su propia música. Así, en la parte solista de un concierto para trompa, escrito para su amigo Joseph Leutbeg, hizo unas curiosas anotaciones: "Toma, ahí tienes, Sr. Asno... rápido... venga... coraje... ¿Qué, ya has acabado?" (anotado esto último sobre una pausa de cuatro compases). No siendo suficiente, aún llevó sus chistes más lejos: en la década de 1780 compuso un curioso canon a seis voces (KV 231/382c); en principio, las voces del manuscrito original cantan la frase en latín "lectu mihi mars"; sin embargo, fonéticamente se parece a la frase en alemán "Leck du mich im Arsch", que significaría algo así como "bésame el culo", con la cual quedó la versión posterior. 

Puede que estos graciosos -o "poco agraciados"- aspectos sean una disonancia en el marco de una vida prodigiosa. Pero, siendo sensatos, lo "perfecto" es tan artificial como imaginario; lo bello, lo sublime es un logro de naturalezas "humanas, demasiado humanas", naturalezas que gozan, ríen, sufren, comen y hieden -y, sentimos decirlo, no precisamente "a rosas"-.

Disfrute del "bello" canon anteriormente mencionado por acá.

http://www.bookdepository.com/Autorretrato-de-Mozart-Traves-de-Su-Correspondencia-Pere-Albert-Balcells-Comas/9788495359261/?a_aid=robertolopez




martes, 3 de noviembre de 2015

El crimen de Alejandría.

Donde pongamos la vista, el influjo de la Antigua Grecia está presente. Desde los relieves de un edificio hasta una cotidiana frase dicha al vuelo, pareciéramos no escapar del imponente fantasma de aquellos fundadores de todo lo que conocemos como cultura en Occidente. Es algo tan rotundo como difícil de entender: aún los más eruditos historiadores no logran desentrañar tan amplio misterio, de cómo un pueblo, que sobrevivió casi por milagro en una agreste península de piedras calcáreas y olivares, supo abarcar y prefigurar el conocimiento acerca de las ciencias, las matemáticas, el derecho, la filosofía, la literatura, la política, entre tantos otras disciplinas que han seguido su vertiginoso camino a través de la Historia.

¿Y la música? ¿Que hay de la música en la Antigua Grecia? Es una pregunta que nos sume en una especie de neblina o abismo. Grecia, como toda gran civilización, contó con una actividad musical casi sin parangón, la cual se manifestaba en sus ritos, fiestas, juegos, poesía y reuniones sociales de todo tipo. Los testimonios que nos han sido legados son, por paradójico que suene, tan amplios como prácticamente inexistentes. Es decir, desde las pinturas de sus jarrones hasta los escritos de los filósofos aparece la música como parte de su quehacer humano. Sin embargo, de su sonido sabemos tan poco como si tuviésemos sólo un triste puñado de polvo de todo un país desconocido.

Un ejemplo es Homero y sus dos grandes epopeyas: la Ilíada y la Odisea. Estas epopeyas, que sacaron a Grecia de la oscuridad cultural entre los siglos IX y VIII a.c., eran recitadas y cantadas de memoria por músicos profesionales, posiblemente en ceremonias religiosas o celebraciones de otros tipos. Aquellos virtuosos tuvieron una importancia vital en la transmisión de ambos poemas, y no fueron plasmados por escrito hasta el siglo VI a.c., lo que fue en cierta forma el comienzo del fin de toda una tradición poético-musical que se ha perdido para siempre.

Algo parecido a lo anterior sucedió con otros géneros, como fueron los distintos tipos de poesía lírica, los cuales inclusive se interpretaban con instrumentos de viento o de cuerda para acompañar su recitación. Por supuesto, y quizá más que cualquier otro tipo de expresión, fue la tragedia el punto cúlmine de la creacion artística helénica, la cual combinaba la elocución poética del texto con el canto, los instrumentos, la danza y los decorados, información que cambia el panorama al momento de enfrentarnos a las tristes traducciones actuales, remedos de una puesta en escena que apenas es una sombra de aquello que se realizaba como un verdadero ritual en la más doradas épocas de Grecia.

Al margen de que mucha de la tradición oral de todo este quehacer ha quedado bajo las capas del olvido, los griegos fueron capaces de desarrollar un sistema de notación musical, lo cual pudo haberles permitido preservar aquel invaluable patrimonio. Pero la realidad es poco menos que "trágica" en cuanto al destino de su música. J. Bergua Cabrero, en la introducción general a la obra de Sófocles (Ed. Gredos, 2006), nos cuenta lo siguiente:

(...) Los responsables principales de las melodías fueron los sabios alejandrinos, que al ocuparse de fijar los textos canónicos de los poetas trágicos (y de otros poetas) se desentendieron por completo de aquéllas, ya que su interés principal radicaba en el lenguaje y la trama de las obras, consideradas ya más como "literatura para leer" que como lo que fueron en su origen, algo destinado exclusivamente a su representación en escena. A ello hay que añadir que, por más que los griegos tuviesen un sistema de notación musical notablemente desarrollado ya en el siglo III a.c. (época de la fundación de la biblioteca de Alejandría), las melodías muy rara vez se ponían por escrito, confiándose casi siempre en la memoria y en la tradición oral; la confección por escrito de auténticas partituras completas de tragedias debió de ser algo excepcional, si es que se dio el caso.

Así es; Alejandría, aquel faro del conocimiento de la Antigüedad, aquella mítica biblioteca fundada por los Ptolomeos en el siglo III a.c., que albergó más de 700.000 textos gracias a sus diligentes eruditos, el sitio de mayor volumen de conocimiento de toda aquella época, fue el nicho donde se sepultó el conocimiento de la música griega. No obstante, aún si los alejandrinos hubiesen querido preservar algo, inevitablemente se hubiese perdido con los incendios y saqueos que sufrió la biblioteca, al punto que no se conservan más que unas posibles páginas sueltas de todo ese caudal de sabiduría.

Actualmente, se conservan sólo unos siete versos con melodía del Orestes y algunos pocos de Ifigenia en Áulide, obras ambas de Euripides, uno de los últimos grandes trágicos. Gracias a la inclemente aridez de los desiertos del Egipto se pudo recuperar este melancólico patrimonio, quizá escritas por músicos para su posible ejecución. Otros fragmentos de otras músicas han ido exhumándose, y hay quienes se atreven a tratar de reconstruirlos, proponiendo una posible ejecución. Pero frente a este panorama, quizá sólo la imaginación nos sirve de eficaz herramienta para reparar tal silencio, o como escribió John Keats en su Oda sobre una ánfora griega:

Heard melodies are sweet, but those unheard are sweeter.
(Las melodías oídas son dulces, pero más dulces son las no oídas.) 

Para oír un fragmento del Orestes de Eurípides, siga por acá.

http://www.bookdepository.com/Odisea-Homer/9788437606408/?a_aid=robertolopez


martes, 20 de octubre de 2015

Maestros y antimusicales.

A la especie humana le fascina la música; esto es un hecho innegable que nos ha acompañado como especie desde la noche de los tiempos hasta nuestros días, y ni aún el cruel vértigo de la modernidad nos ha podido distanciar del disfrute sonoro. Sin embargo, han existido un muy reducido número de personas para las cuales escuchar cualquier música, lejos de constituir un placer o un simple estímulo, resulta algo que provoca desde indiferencia hasta el más profundo desagrado. Las causas pueden ser formativas, genéticas e incluso patológicas, pero lo cierto es que ha sido un fenómeno inusual a la vez que sorprendente, en especial para la gran mayoría de los seres que disfrutan diariamente de la música.

Uno de aquellos ilustres casos ha sido ni más ni menos que el de Sigmund Freud (1856-1939). El padre del psicoanálisis afirmaba literalmente que "no tenía oídos para la música". Aún en sus primeros años manifestó una notable aversión hacia las sonoridad instrumentales, e inclusive llegó a negarle a sus hermanas que tocasen el piano, con el fin de permitirle "concentrarse en sus estudios" -con la implicancia que eso tenía para el ocio de una señorita educada de la época-. Su biógrafo, Ernest Jones, testimonió que
La aversión de Freud a la música fue una de sus características mejor conocidas. Bien puede uno recordar la dolorosa expresión en su rostro al entrar a un restaurante o a una cervecería donde se hallase una banda y cuán rápido sus manos podían ir hacia sus oídos para ahogar el sonido.
Aún así, tuvo como pacientes a músicos de la talla de Bruno Walter y Gustav Mahler; y, aunque evidentemente no asistía a la ópera como cualquier otro vienés culto de su tiempo, llegó a sentir gran interés por Don Giovanni de Mozart -se entiende que por el libidinoso contenido del argumento...-.

Hemos visto en otra entrada el caso de Sándor Márai (1900-1989), el cual sentía una ambivalencia frente a lo musical que no le permitió desarrollar un gusto adecuado, a causa de una educación rígida y tiránica a través del piano. Esto derivó en que solía manifestar una actitud resistente e irónica, como cierta anécdota que se recoge en sus Recuerdos de un burgués:
Una vez, en París, entré por pura casualidad en una sala de conciertos donde actuaba una orquesta de música clásica, y cuando empezó a tocar, me dio un ataque de risa que no pude dominar, así que al final tuvieron que conducirme fuera de la sala...
En una similar disposición de ánimo fue que le pareció "odiosa" la admiración de unos alemanes que lloraban en un bar mientras escuchaban a Bach, escena que le tocó presenciar en Dornstadt en los años veinte -y siendo precisamente un tío suyo el pianista-.

También Vladimir Nabokov (1899-1977), autor de la polémica novela Lolita, manifestaba una irresistible indiferencia hacia la música. En una entrevista para la revista Playboy en 1964, declaró lo siguiente:

No tengo oído para la música, deficiencia que deploro amargamente. Cuando asisto a un concierto -lo cual sucede una vez cada cinco años- me empeño resueltamente en seguir la secuencia y la relación entre los sonidos, pero no puedo mantenerlo por más de unos pocos minutos. Impresiones visuales, reflejos de manos en maderas barnizadas, un diligente lugar pelado sobre un violín, estas cosas toman dominio, y pronto estoy aburrido más allá de la cuenta por los movimientos de los músicos.
Sin embargo, Nabokov se entristecía por adolecer  esa falta de interés y voluntad, ya que, paradójicamente, su hijo Dimitri poseía un excepcional talento vocal -llegó a ser cantante de ópera-. Al menos cuenta que, según sus palabras, pudo hallar un raro substituto a la música: la composición de problemas de ajedrez.

Aunque lo más curioso del caso de Nabokov, como en el de otros escritores, era que lo que no tenía de oído musical, sí lo poseía en su escritura, como al comienzo de Lolita:
Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down to palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.
(Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de mi lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.)
Habiendo escrito semejante párrafo, ¿cómo puede alguien decir de sí mismo "no tener oído para la música"?

El resto de los mortales, disfrutemos por acá (y lloremos, si es necesario).

http://www.bookdepository.com/Lolita-Vladimir-Nabokov/9780307474674/?a_aid=robertolopez





domingo, 18 de octubre de 2015

El Diablo y los músicos.

La imagen del diablo tuvo una especie de renovación en el siglo XIX. De ser el enemigo de Dios y la humanidad, de apariencia monstruosa y abominable, a partir del Fausto de Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) se metamorfosea en un personaje carismático, sabio y hasta bien vestido. Luego, las simpatías por él se irían haciendo frecuentes, y las representaciones literarias de Baudelaire, Dostoievski y, más tarde en el siglo XX, las de Papini, Thomas y Klaus Mann, fueron sumando hitos en un proceso de humanización del demonio.

Lo curioso es que, paralela a esta conversión, esta imagen fue proyectándose en ciertos tipos humanos, y con especial énfasis en aquellos seres que encarnaban una especie de poder o fuerza de influencia casi mágica sobre su medio. El mismo Goethe, hacia el final de su Poesía y Verdad, escribió de "lo demónico" en este sentido:
Pero la manifestación más terrible de lo demónico es cuando predomina en alguna persona. A lo largo de mi vida he podido observar a varias de ellas, a veces de lejos y otras muy de cerca. No siempre son las personas más sobresalientes; no destacan por su espíritu ni por su talento, y raramente por su bondad. Sin embargo, su ser desprende una fuerza monstruosa y son capaces de ejercer un dominio increíble sobre todas las criaturas e incluso sobre los elementos, y ¿quién puede decir hasta dónde puede llegar una influencia así? Todas las fuerzas morales unidas no pueden hacer nada contra ellos.

En estos aspectos, ha sido una tradición dentro de la historia sospechar tanto de la música como de los músicos de tener un vínculo misterioso con "otras fuerzas", y es una desconfianza que proviene desde la Antigua Grecia, proyectándose luego sobre el Cristianismo y de ahí a toda la Cultura Occidental. Es por eso que las sospechas acerca de los músicos y su relación con lo mágico y lo oculto se intensificó en el siglo XIX -período en el cual el Romanticismo sintió una especial afinidad hacia lo lejano y misterioso-, tachándoles en más de una ocasión de "demoníacos".

Por ejemplo, se cuenta que en cierta ocasión Josef Jelinek (1758-1825), pianista y compositor, desafió a un conocido músico de su época a un certamen de improvisación al piano. Luego de ser vencido por aquel músico, Jelinek exclamó: "Éste no es un hombre, ¡es un demonio!". La frase se refería al estilo "áspero y rudo" de aquel rival,  que en sí era una reacción ante un modo de expresión distinto, de carácter apasionado y alejado de la serenidad y equilibrio clásicos. El nombre de su rival era ni más ni menos que Ludwig van Beethoven.

La imagen de la música y su vínculo con "el mal" también fue un motivo que ha perdurado en la imaginería de nuestra cultura. Su origen puede derivarse de las "danzas de la muerte" medievales, y hallamos su rastro en ilustraciones de la época y en pintores que van desde Hans Holbein hasta Arnold Böcklin. En este sentido, el caso de Niccolo Paganini (1782-1840) fue de lo más peculiar. Violinista y compositor, su virtuosismo impresionó a toda la sociedad de la época,  e incluyó a músicos de la talla de Schubert, Berlioz, Schumann, Chopin, Liszt, entre otros varios. Los rumores acerca de su inigualable forma de ejecutar su instrumento, llegaron al punto de que no pocos supusieron que lo que había detrás era un "pacto con el diablo" -asunto que nunca llegó a esclarecerse del todo, al parecer-. Por tal causa, luego de su muerte no pudo ser enterrado en campo santo, y sus restos pudieron reposar recién hacia 1876.

Finalmente, hay que decir que Franz Liszt fue uno de los últimos herederos de lo demoníaco de la época romántica. Influido por Paganini, decidió lanzarse en pos de una carrera pianística sin precedentes, conquistando Europa con su extraordinarios recitales de piano -se llegó a hablar del fenómeno de la "lisztomanía"-. Sus asociaciones con las figuras del Flautista de Hamelin y Fausto fueron comunes en su tiempo (que ya hemos visto en otra entrada), y él mismo alimentó en parte su propio mito. Así, cuenta él la anécdota de que, hallándose en Milán, entró en la tienda del editor Giovanni Ricordi, en la cual se puso a probar un piano. Quedándose el dueño tremendamente impresionado por la interpretación del músico, fue hasta donde un dependiente del lugar, diciéndole conmocionado: "Este es Liszt o es el diablo". Puso a disposición del músico su coche, sus caballos, su villa en Brianza, su palco en el teatro de la Scala y hasta su colección de mil quinientas partituras. Pero Liszt, luego de conquistar escenarios y admiradores -sobre todo "admiradoras"-, se alejó de la vida mundanal para convertirse al sacerdocio, dejando en el pasado su época de mago y libertino (aunque cayó en la tentación de componer hasta en sus últimos días sus "Valses Mephisto").