martes, 3 de noviembre de 2015

El crimen de Alejandría.

Donde pongamos la vista, el influjo de la Antigua Grecia está presente. Desde los relieves de un edificio hasta una cotidiana frase dicha al vuelo, pareciéramos no escapar del imponente fantasma de aquellos fundadores de todo lo que conocemos como cultura en Occidente. Es algo tan rotundo como difícil de entender: aún los más eruditos historiadores no logran desentrañar tan amplio misterio, de cómo un pueblo, que sobrevivió casi por milagro en una agreste península de piedras calcáreas y olivares, supo abarcar y prefigurar el conocimiento acerca de las ciencias, las matemáticas, el derecho, la filosofía, la literatura, la política, entre tantos otras disciplinas que han seguido su vertiginoso camino a través de la Historia.

¿Y la música? ¿Que hay de la música en la Antigua Grecia? Es una pregunta que nos sume en una especie de neblina o abismo. Grecia, como toda gran civilización, contó con una actividad musical casi sin parangón, la cual se manifestaba en sus ritos, fiestas, juegos, poesía y reuniones sociales de todo tipo. Los testimonios que nos han sido legados son, por paradójico que suene, tan amplios como prácticamente inexistentes. Es decir, desde las pinturas de sus jarrones hasta los escritos de los filósofos aparece la música como parte de su quehacer humano. Sin embargo, de su sonido sabemos tan poco como si tuviésemos sólo un triste puñado de polvo de todo un país desconocido.

Un ejemplo es Homero y sus dos grandes epopeyas: la Ilíada y la Odisea. Estas epopeyas, que sacaron a Grecia de la oscuridad cultural entre los siglos IX y VIII a.c., eran recitadas y cantadas de memoria por músicos profesionales, posiblemente en ceremonias religiosas o celebraciones de otros tipos. Aquellos virtuosos tuvieron una importancia vital en la transmisión de ambos poemas, y no fueron plasmados por escrito hasta el siglo VI a.c., lo que fue en cierta forma el comienzo del fin de toda una tradición poético-musical que se ha perdido para siempre.

Algo parecido a lo anterior sucedió con otros géneros, como fueron los distintos tipos de poesía lírica, los cuales inclusive se interpretaban con instrumentos de viento o de cuerda para acompañar su recitación. Por supuesto, y quizá más que cualquier otro tipo de expresión, fue la tragedia el punto cúlmine de la creacion artística helénica, la cual combinaba la elocución poética del texto con el canto, los instrumentos, la danza y los decorados, información que cambia el panorama al momento de enfrentarnos a las tristes traducciones actuales, remedos de una puesta en escena que apenas es una sombra de aquello que se realizaba como un verdadero ritual en la más doradas épocas de Grecia.

Al margen de que mucha de la tradición oral de todo este quehacer ha quedado bajo las capas del olvido, los griegos fueron capaces de desarrollar un sistema de notación musical, lo cual pudo haberles permitido preservar aquel invaluable patrimonio. Pero la realidad es poco menos que "trágica" en cuanto al destino de su música. J. Bergua Cabrero, en la introducción general a la obra de Sófocles (Ed. Gredos, 2006), nos cuenta lo siguiente:

(...) Los responsables principales de las melodías fueron los sabios alejandrinos, que al ocuparse de fijar los textos canónicos de los poetas trágicos (y de otros poetas) se desentendieron por completo de aquéllas, ya que su interés principal radicaba en el lenguaje y la trama de las obras, consideradas ya más como "literatura para leer" que como lo que fueron en su origen, algo destinado exclusivamente a su representación en escena. A ello hay que añadir que, por más que los griegos tuviesen un sistema de notación musical notablemente desarrollado ya en el siglo III a.c. (época de la fundación de la biblioteca de Alejandría), las melodías muy rara vez se ponían por escrito, confiándose casi siempre en la memoria y en la tradición oral; la confección por escrito de auténticas partituras completas de tragedias debió de ser algo excepcional, si es que se dio el caso.

Así es; Alejandría, aquel faro del conocimiento de la Antigüedad, aquella mítica biblioteca fundada por los Ptolomeos en el siglo III a.c., que albergó más de 700.000 textos gracias a sus diligentes eruditos, el sitio de mayor volumen de conocimiento de toda aquella época, fue el nicho donde se sepultó el conocimiento de la música griega. No obstante, aún si los alejandrinos hubiesen querido preservar algo, inevitablemente se hubiese perdido con los incendios y saqueos que sufrió la biblioteca, al punto que no se conservan más que unas posibles páginas sueltas de todo ese caudal de sabiduría.

Actualmente, se conservan sólo unos siete versos con melodía del Orestes y algunos pocos de Ifigenia en Áulide, obras ambas de Euripides, uno de los últimos grandes trágicos. Gracias a la inclemente aridez de los desiertos del Egipto se pudo recuperar este melancólico patrimonio, quizá escritas por músicos para su posible ejecución. Otros fragmentos de otras músicas han ido exhumándose, y hay quienes se atreven a tratar de reconstruirlos, proponiendo una posible ejecución. Pero frente a este panorama, quizá sólo la imaginación nos sirve de eficaz herramienta para reparar tal silencio, o como escribió John Keats en su Oda sobre una ánfora griega:

Heard melodies are sweet, but those unheard are sweeter.
(Las melodías oídas son dulces, pero más dulces son las no oídas.) 

Para oír un fragmento del Orestes de Eurípides, siga por acá.

http://www.bookdepository.com/Odisea-Homer/9788437606408/?a_aid=robertolopez


martes, 20 de octubre de 2015

Maestros y antimusicales.

A la especie humana le fascina la música; esto es un hecho innegable que nos ha acompañado como especie desde la noche de los tiempos hasta nuestros días, y ni aún el cruel vértigo de la modernidad nos ha podido distanciar del disfrute sonoro. Sin embargo, han existido un muy reducido número de personas para las cuales escuchar cualquier música, lejos de constituir un placer o un simple estímulo, resulta algo que provoca desde indiferencia hasta el más profundo desagrado. Las causas pueden ser formativas, genéticas e incluso patológicas, pero lo cierto es que ha sido un fenómeno inusual a la vez que sorprendente, en especial para la gran mayoría de los seres que disfrutan diariamente de la música.

Uno de aquellos ilustres casos ha sido ni más ni menos que el de Sigmund Freud (1856-1939). El padre del psicoanálisis afirmaba literalmente que "no tenía oídos para la música". Aún en sus primeros años manifestó una notable aversión hacia las sonoridad instrumentales, e inclusive llegó a negarle a sus hermanas que tocasen el piano, con el fin de permitirle "concentrarse en sus estudios" -con la implicancia que eso tenía para el ocio de una señorita educada de la época-. Su biógrafo, Ernest Jones, testimonió que
La aversión de Freud a la música fue una de sus características mejor conocidas. Bien puede uno recordar la dolorosa expresión en su rostro al entrar a un restaurante o a una cervecería donde se hallase una banda y cuán rápido sus manos podían ir hacia sus oídos para ahogar el sonido.
Aún así, tuvo como pacientes a músicos de la talla de Bruno Walter y Gustav Mahler; y, aunque evidentemente no asistía a la ópera como cualquier otro vienés culto de su tiempo, llegó a sentir gran interés por Don Giovanni de Mozart -se entiende que por el libidinoso contenido del argumento...-.

Hemos visto en otra entrada el caso de Sándor Márai (1900-1989), el cual sentía una ambivalencia frente a lo musical que no le permitió desarrollar un gusto adecuado, a causa de una educación rígida y tiránica a través del piano. Esto derivó en que solía manifestar una actitud resistente e irónica, como cierta anécdota que se recoge en sus Recuerdos de un burgués:
Una vez, en París, entré por pura casualidad en una sala de conciertos donde actuaba una orquesta de música clásica, y cuando empezó a tocar, me dio un ataque de risa que no pude dominar, así que al final tuvieron que conducirme fuera de la sala...
En una similar disposición de ánimo fue que le pareció "odiosa" la admiración de unos alemanes que lloraban en un bar mientras escuchaban a Bach, escena que le tocó presenciar en Dornstadt en los años veinte -y siendo precisamente un tío suyo el pianista-.

También Vladimir Nabokov (1899-1977), autor de la polémica novela Lolita, manifestaba una irresistible indiferencia hacia la música. En una entrevista para la revista Playboy en 1964, declaró lo siguiente:

No tengo oído para la música, deficiencia que deploro amargamente. Cuando asisto a un concierto -lo cual sucede una vez cada cinco años- me empeño resueltamente en seguir la secuencia y la relación entre los sonidos, pero no puedo mantenerlo por más de unos pocos minutos. Impresiones visuales, reflejos de manos en maderas barnizadas, un diligente lugar pelado sobre un violín, estas cosas toman dominio, y pronto estoy aburrido más allá de la cuenta por los movimientos de los músicos.
Sin embargo, Nabokov se entristecía por adolecer  esa falta de interés y voluntad, ya que, paradójicamente, su hijo Dimitri poseía un excepcional talento vocal -llegó a ser cantante de ópera-. Al menos cuenta que, según sus palabras, pudo hallar un raro substituto a la música: la composición de problemas de ajedrez.

Aunque lo más curioso del caso de Nabokov, como en el de otros escritores, era que lo que no tenía de oído musical, sí lo poseía en su escritura, como al comienzo de Lolita:
Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down to palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.
(Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de mi lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.)
Habiendo escrito semejante párrafo, ¿cómo puede alguien decir de sí mismo "no tener oído para la música"?

El resto de los mortales, disfrutemos por acá (y lloremos, si es necesario).

http://www.bookdepository.com/Lolita-Vladimir-Nabokov/9780307474674/?a_aid=robertolopez





domingo, 18 de octubre de 2015

El Diablo y los músicos.

La imagen del diablo tuvo una especie de renovación en el siglo XIX. De ser el enemigo de Dios y la humanidad, de apariencia monstruosa y abominable, a partir del Fausto de Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) se metamorfosea en un personaje carismático, sabio y hasta bien vestido. Luego, las simpatías por él se irían haciendo frecuentes, y las representaciones literarias de Baudelaire, Dostoievski y, más tarde en el siglo XX, las de Papini, Thomas y Klaus Mann, fueron sumando hitos en un proceso de humanización del demonio.

Lo curioso es que, paralela a esta conversión, esta imagen fue proyectándose en ciertos tipos humanos, y con especial énfasis en aquellos seres que encarnaban una especie de poder o fuerza de influencia casi mágica sobre su medio. El mismo Goethe, hacia el final de su Poesía y Verdad, escribió de "lo demónico" en este sentido:
Pero la manifestación más terrible de lo demónico es cuando predomina en alguna persona. A lo largo de mi vida he podido observar a varias de ellas, a veces de lejos y otras muy de cerca. No siempre son las personas más sobresalientes; no destacan por su espíritu ni por su talento, y raramente por su bondad. Sin embargo, su ser desprende una fuerza monstruosa y son capaces de ejercer un dominio increíble sobre todas las criaturas e incluso sobre los elementos, y ¿quién puede decir hasta dónde puede llegar una influencia así? Todas las fuerzas morales unidas no pueden hacer nada contra ellos.

En estos aspectos, ha sido una tradición dentro de la historia sospechar tanto de la música como de los músicos de tener un vínculo misterioso con "otras fuerzas", y es una desconfianza que proviene desde la Antigua Grecia, proyectándose luego sobre el Cristianismo y de ahí a toda la Cultura Occidental. Es por eso que las sospechas acerca de los músicos y su relación con lo mágico y lo oculto se intensificó en el siglo XIX -período en el cual el Romanticismo sintió una especial afinidad hacia lo lejano y misterioso-, tachándoles en más de una ocasión de "demoníacos".

Por ejemplo, se cuenta que en cierta ocasión Josef Jelinek (1758-1825), pianista y compositor, desafió a un conocido músico de su época a un certamen de improvisación al piano. Luego de ser vencido por aquel músico, Jelinek exclamó: "Éste no es un hombre, ¡es un demonio!". La frase se refería al estilo "áspero y rudo" de aquel rival,  que en sí era una reacción ante un modo de expresión distinto, de carácter apasionado y alejado de la serenidad y equilibrio clásicos. El nombre de su rival era ni más ni menos que Ludwig van Beethoven.

La imagen de la música y su vínculo con "el mal" también fue un motivo que ha perdurado en la imaginería de nuestra cultura. Su origen puede derivarse de las "danzas de la muerte" medievales, y hallamos su rastro en ilustraciones de la época y en pintores que van desde Hans Holbein hasta Arnold Böcklin. En este sentido, el caso de Niccolo Paganini (1782-1840) fue de lo más peculiar. Violinista y compositor, su virtuosismo impresionó a toda la sociedad de la época,  e incluyó a músicos de la talla de Schubert, Berlioz, Schumann, Chopin, Liszt, entre otros varios. Los rumores acerca de su inigualable forma de ejecutar su instrumento, llegaron al punto de que no pocos supusieron que lo que había detrás era un "pacto con el diablo" -asunto que nunca llegó a esclarecerse del todo, al parecer-. Por tal causa, luego de su muerte no pudo ser enterrado en campo santo, y sus restos pudieron reposar recién hacia 1876.

Finalmente, hay que decir que Franz Liszt fue uno de los últimos herederos de lo demoníaco de la época romántica. Influido por Paganini, decidió lanzarse en pos de una carrera pianística sin precedentes, conquistando Europa con su extraordinarios recitales de piano -se llegó a hablar del fenómeno de la "lisztomanía"-. Sus asociaciones con las figuras del Flautista de Hamelin y Fausto fueron comunes en su tiempo (que ya hemos visto en otra entrada), y él mismo alimentó en parte su propio mito. Así, cuenta él la anécdota de que, hallándose en Milán, entró en la tienda del editor Giovanni Ricordi, en la cual se puso a probar un piano. Quedándose el dueño tremendamente impresionado por la interpretación del músico, fue hasta donde un dependiente del lugar, diciéndole conmocionado: "Este es Liszt o es el diablo". Puso a disposición del músico su coche, sus caballos, su villa en Brianza, su palco en el teatro de la Scala y hasta su colección de mil quinientas partituras. Pero Liszt, luego de conquistar escenarios y admiradores -sobre todo "admiradoras"-, se alejó de la vida mundanal para convertirse al sacerdocio, dejando en el pasado su época de mago y libertino (aunque cayó en la tentación de componer hasta en sus últimos días sus "Valses Mephisto").

viernes, 16 de octubre de 2015

Extraña literatura acerca de la música.

Hay ocasiones en que los escritores han tenido la valentía de hablar de música. Sobra decir que tal cosa no es fácil; entrometerse en una disciplina que hasta a los mismos músicos les resulta un verdadero laberinto es una labor peligrosa, y hay escritores que incluso han preferido asesorarse antes de "meter las patas" -véase el caso de Thomas Mann con Theodor Adorno para el Doktor Faustus-. A veces, cuando un escritor está bien preparado en el tema, causa un feliz asombro y admiración; en caso contrario, será bien galardonado con un coro de risas.

A continuación, algunos fragmentos selectos para el uso crítico. El material es vasto, pero con unos cuantos ejemplos bastará para su reflexión. Advertimos ser indulgentes.


1. William Shakespeare, fragmento del Soneto 128:

"Envidio los ligeros martinetes, que brincan 
para besar la tierna palma de tu mano"

La dama a la que alude el poema probablemente haya estado tocando un virginal, que era un instrumento de teclado de la época; sin embargo, los martinetes suelen ir dentro del instrumento, y tocarlos con las palmas no es lo adecuado. La sugerencia sería tocar las teclas con los dedos.

2. Victor Hugo, Los Miserables.
"En la antecámara, tres violines y una flauta tocaban suavemente cuartetos de Haydn."

Hasta donde sabemos, los cuartetos, y especialmente los de Haydn, han tenido por tradición usar dos violines, una viola y un violonchelo, precisamente para contrastar registros y color de los instrumentos. Sospechoso el conjunto sugerido por Hugo, qué más puede decirse.






3. Charles Lamb, Los ensayos de Elia.

"El incansable océano germánico (de música), sobre el cual, en progresivo triunfo, sentados sobre los delfines, cabalgan aquellos arios, Mozart y Haydn, con sus tritones asistentes, Bach y Beethoven."

Hay una cierta falta de valoración adecuada al momento de dejar a  los "tritones", Bach y a Beethoven, detrás de los otros compositores. Quizá debiesen ir los cuatro a la cabeza, cosa por cierto difícil de determinar. Lo cierto es que hacer de la música una carrera sobre el agua es, además de grotesco, bastante arbitrario -mención aparte los delfines...-.


4. James Joyce, Retrato del artista adolescente.
"Le parecía escuchar las notas de una música que saltase un tono hacia arriba y luego una cuarta menor hacia abajo (...)"
Esa tal "cuarta menor", en tanto intervalo musical, no existe. En estricto rigor, es un problema de Dámaso Alonso, traductor de esta obra de Joyce para una renombrada editorial. El original de hecho dice "disminished forth", lo cual vendría siendo literalmente una "cuarta disminuida" (no obstante, es bastante rebuscada la alusión, y caben las dudas de si Joyce sabía lo que quería decir realmente).

Mejor bromeemos con Mozart -sin delfín-, pinchando acá.


http://www.bookdepository.com/La-época-de-Mozart-y-Beethoven-Giorgio-Pestelli/9788475061634/?a_aid=robertolopez

miércoles, 14 de octubre de 2015

Brahms, el niño perdido.

Si algo le faltó a Johannes Brahms (1833-1897), fue infancia. Es decir, como todo ser humano, creció y pasó por los tiernos años en que solemos recibir las atenciones que corresponden a un niño; sin embargo, desde la  temprana edad de ocho, debió aportar a las finanzas familiares, y nada menos que tocando en los cafés y tabernas del puerto de Hamburgo, entre marineros, jarras de cervezas y prostitutas. "En esta ruda prueba aprendí mucho, y creo haber fortalecido con ello mi temperamento", diría Brahms más tarde, al recordar esos duros tiempos. Así, el niño Brahms, en vez de corretear por las calles como el resto de los muchachos, prefería pasar en el campo, leer y dedicarse a la música, además de ayudar a su familia. Fue, en otras palabras, un "adulto prematuro".

Es quizá a causa de todo lo anterior que Brahms, detrás de su facha seria y meditabunda, fuese un hombre de gustos infantiles, como si hubiese un remanente de aquel tiempo perdido. Según cuentan sus cercanos, no eran de su agrado los regalos "prácticos", sino más bien los obsequios que tuviesen algo interesante o divertido en su forma de presentarse; a modo de ilustración, se cuenta que una vez mostró un inesperado entusiasmo por una caja de minerales que le obsequiaron. También, en otra oportunidad, se pasó largo rato conversando con un muchacho violinista acerca de una colección de estampillas que este tenía, con ávido e inusitado interés, tal como si un pequeñuelo se hubiese hallado ante un curioso descubrimiento.

Otro rasgo que llamaba la atención en Brahms eran sus "jugueteos ocasionales"; solía esconderse de sus amigos, para luego aparecer de improviso en algún lugar inesperado, asustándolos. También le gustaba, en medio de una conversación, opinar distinto a lo que realmente pensaba, desconcertando a sus interlocutores. Además, era costumbre suya escribir frases chistosas y dibujos en las cartas y tarjetas que enviaba. 

Sin embargo, el aspecto que más conmovía del compositor era su relación con los niños. Brahms amaba compartir y jugar con los hijos de sus amigos, tal como lo hizo con los de Robert Schumann, a los cuales incluso llegó a componerles bellísimas canciones. Una vez, el ama de llaves de su vejez, Frau Truxa, llegó a encargarle el cuidado de sus hijos, sorprendiéndose de lo delicado y cuidadoso que fue con ellos. Por si fuera poco, solía repartir dulces y monedas a los niños de las calles de Viena, especialmente en sus últimos días. La cantante Hermine Spies, en una carta a un conocido, cuenta lo siguiente:

Nunca me inspiraba mayor respeto y admiración que cuando distribuía pasteles de Navidad entre los niños pobres que contemplaban los escaparates de las pastelerías, acariciando sus caritas sucias. Es maravilloso que el mayor de los artistas sea, al mismo tiempo, tan humano.

Juegos, bromas, dulces... Todo indica a un niño que, en el fondo, no pudo crecer. Al lado de sus portentosas sinfonías y elegantes piezas de cámara, esto es un añadido que agrega una bella cuota de humanidad a uno de los mayores músicos alemanes del siglo XIX. En virtud de todo aquello, quizá pueda entenderse mejor el episodio en el cual, al quedarse junto a Schumann en Düsseldorf cuando contaba con veinte años, encareció a su madre que le enviase, además de ropas y cosas personales, algo que siempre fue de incalculable valor para él: su colección de soldaditos de plomo.


Para rememorar esos dulces sueños de la infancia, pinche acá.

http://www.bookdepository.com/CARTAS-1853-1897-JOHANNES-BRAHMS-Johannes-Brahms/9788493735777/?a_aid=robertolopez